miércoles, diciembre 28, 2005

De la ciencia

“Historia de la ciencia” es un libro indudablemente divulgativo, pero estarían equivocados aquellos que piensen que es superficial. En absoluto. Es un trabajo profundo que exige un cierto nivel de atención, en ocasiones elevado. Esta característica no le merma ningún mérito, sino todo lo contrario. Es riguroso, pero ameno.

Los autores, los catedráticos de la UNED Carlos Solís y Manuel Sellés, hacen uso de un fino sentido del humor, un cierto distanciamiento y una cierta ironía que denota sus amplios conocimientos tanto científicos como humanísticos. Sería interesante escuchar sus opiniones sobre eso que se empeñan en defender los ultramontanos estadounidenses sobre el creacionismo inteligente.

Sin embargo hay algunas lagunas. Se trata de una historia de la ciencia europea. Cierto es que hace referencia en los primeros capítulos a descubrimientos chinos o árabes, pero eso es todo, poco más que una mención.

También adolece de poca atención hacia el desarrollo de la técnica. Por ejemplo, a Leonardo se le despacha prestamente. El objeto del libro son más las ciencias que sus aplicaciones. Eso sí, los autores desgranan elogios para los oscuros inventores de algunos artilugios: artesanos muchas veces desconocidos que nunca pusieron un pie en los templos del saber, pero cuyos artilugios hicieron mejoraron la productividad y liberaron a la humanidad de trabajos penosos.

Por ello, quizás, pasa por encima del Imperio Romano, más preocupado por las obras de ingeniería que por desarrollar teorías que explicasen el origen del Universo.

“Historia de la ciencia” es también la historia de la eterna batalla entre razón y fé; entre prejuicios y experiencia; entre el miedo al poder establecido y la pasión por defender aquello en lo que se cree por haberlo experimentado.

La ciencia –y hoy día sus derivaciones técnicas o tecnológicas- forman parte inseparable del poder, como bien apuntan los autores. Un hecho que los gobernantes no deberían olvidar en estos tiempos.

Un libro para aquellos que conservan las ganas de aprender, de conocer los hechos científicos que han hecho avanzar a la humanidad. Un libro para los que todavía se hacen preguntas, para los que dudan, para los que buscan respuestas.

miércoles, diciembre 21, 2005

Desidia

La degradación de la enseñanza no deja de sorprenderme. De la enseñanza y de la cultura, claro.

El otro día fui a comprar unos libros a la casa del idem. Como detalle, inevitable en estas entrañables y nauseabundas fiestas, me obsequiaron con una agenda literaria. Nada del otro mundo. Una edición baratita de página por semana y, eso sí, cada dos páginas, una fotografía y una cita literaria conmemorativa de la semana que señala.

Vaya, al fin una agenda que aunque no sea muy útil por lo reducido del espacio para apuntar obligaciones, al menos denota un cierto buen gusto.

Pues no. En la cita de “Doctor Zhivago”, a pié de página aparece: 50 aniversario de la creacción (sic) ….

Si ya La Casa del Libro permite esos desmanes, o se le pasan por alto … es para llorar. Es pura desidia.

Urbe

Los últimos aleteos revolucionarios se producen en los suburbios. El nombre, en sí mismo, da mucho qué pensar. Sub-urbe. Menos que urbe o lo que no llega a urbe.

Lo inferior tanto cualitativa como cuantitativamente. Urbe, polis, se define como conjunto de edificios y calles bajo una administración común cuya población numerosa se dedica, por lo común, a tareas no agrícolas.

Tareas agrícolas ya quedan pocas. Pero si acotamos lo “no agrícola” encontramos el comercio, la industria, la administración y los servicios. Nuestras ciudades cambian de carácter. Los comercios que antes poblaban los bajos de los edificios decaen. Las industrias se trasladan a los polígonos de la periferia. Las oficinas a los “parques empresariales” del extrarradio.

Y la urbe se despoja de contenido poco a poco. Los habitantes de los barrios prefieren las urbanizaciones donde ni hay comercio ni servicios ni administración.

Los comercios, que antes llenaban de vida las calles, se desplazan a los llamados centros comerciales, construcciones mastodónticas dotadas de gigantescos aparcamientos y donde las familias o las pandillas de adolescentes pasan las tardes, recorriendo una y otra vez establecimientos exactamente iguales.

A excepción de contadísimas ciudades, Nueva York, Boston, Filadelfia, Nueva Orleáns o San Francisco, todas las concentraciones humanas de Estados Unidos son clónicas. Urbanizaciones iguales, centros comerciales iguales, establecimientos idénticos. Es imposible saber dónde te encuentras, porque todas tienen lo mismo. Ciudades uniformes y sin personalidad.

Parece que vamos camino de ello.

En Europa, especialmente en Francia –cuna de toda revuelta que se precie- las gentes de los suburbios se rebela. Todos se preguntan por las causas.

Estos días he leído reflexiones sobre arquitectura y urbanismo en relación con ese fenómeno galo de quemar coches. Es posible que la destrucción de la ciudad tal y como estaba concebida sea una de las causas. Echo de menos cuando los niños jugaban en la calle, los vecinos se saludaban en las aceras y el lugar de tertulia era la verdulería o el colmado. Añoro el puesto del zapatero remendón, la mercería o la papelería de barrio perfumada de goma de borrar.

Recuerdo todavía cuando llegaba el buen tiempo y los vecinos sacaban las sillas a las aceras a la fresca de la tarde. Me resisto a considerar que cualquier tiempo fue mejor, pero, qué demonios. Antes si veíamos a un grupo de gente de charla en un parque o una plaza pensábamos que eran vecinos, gente de paseo … ahora pensamos que son una banda de delincuentes y apartamos nuestros pasos de ellos.

lunes, diciembre 12, 2005

Consumo

Consumo, consumo, consumo.

Hablar del consumismo no lo arregla. Toda la sociedad occidental gira en torno al consumo efímero, rápido. Consumo sin solución de continuidad. Nada tiene validez ni futuro.

Alcanza todo tipo de producto o servicio. Las noticias, por ejemplo. Durante tres o cuatro días nos saturan con una noticia, generalmente una catástrofe. Se consume, se agota, se olvida.

Leo en El País que tres meses después de la destrucción de Nueva Orleáns, la ciudad –salvo dos barrios concretos- carece de electricidad. Tres meses después del desastre, una vez consumida la noticia, Nueva Orleáns está sumida en el olvido.

Si eso ocurre con una de las ciudades más célebres y turísticas de Estados Unidos, el tratamiento que reciben los países normalmente ignorados es muchísimo peor.

Consumimos cine, mal cine. Recuerdo que cuando era niña una película podía durar en cartel meses. Ahora, si no vas en la primera semana, tienes que esperar a que salga en dvd. Pero no hay que esperar mucho, apenas medio año después ya está en los mostradores. El cine ya no hace historia, solo taquilla. El cine ya no es cine, es solo una operación de marketing para vender hamburguesas, videojuegos, artilugios diversos de difícil uso.

Libros infectos invaden las librerías en pilas que difícilmente mantienen el equilibrio. Me pregunto cuanta basura impresa es culpable de la deforestación del planeta.

Todo es consumo apremiante. No se disfruta de nada, sólo del hecho de comprar, de gastar, de llenar bolsas con el logotipo del comercio.

Los que no consumen, no existen. Hasta la solidaridad es objeto de consumo. Felicita las fiestas con tarjetas de UNICEF, apadrina a un niño, juega al sorteo del oro, compra el cupón de la ONCE …

Y mientras tanto las farmacéuticas se niegan a medicar a los millones de enfermos de SIDA en África; los fabricantes de automóviles a reducir las emisiones de sus vehículos; el ciudadano de a pie a reducir lo que llama calidad de vida y que no es más que esclavitud.

jueves, diciembre 08, 2005

¡Un mes!

¡Qué barbaridad! Casi ha pasado un mes desde que colgué el último texto en el blog.

Reconozco que estoy vaga y poco inspirada. Por si fuera poco, el trabajo está siendo mi principal ocupación y he de reconocer que me estoy divirtiendo. Hacía tiempo que el trabajo no me motivaba, no me hacía sentirme útil o valorada. Están siendo unos meses terriblemente intensos y tremendamente gratificantes.

Llego cansada a casa, con ganas sólo de tirarme en el sofá y ver cualquier serie tonta en la tele. Luego leo. Ahora estoy con “Historia de la Ciencia” un auténtico mamotreto muy bien escrito y con unas gota de ironía aquí y allá que lo convierten en una lectura amena y ¡oh! educativa.

En este mes han ocurrido cosas. Claro está. Más viajes. Mi culo se adapta estupendamente ya a los asientos del Euromed. Noches solitarias en hoteles desconocidos.

Apenas duermo en los hoteles, sobre todo cuando al día siguiente mi tren o avión sale a primera hora. Me obsesiono con que no me despertaré a tiempo y me paso la noche en duermevela mirando el reloj. Me duermo, me despierto, me sumo en una especie de trance narcótico en vela … Una tortura.

En este mes recibimos otro inquilino. Un nuevo erizo. Sólo que en 72 horas falleció. Así que hemos establecido la norma de que no más erizos. Su sitio es el campo. Y eso después de que se adquiriera para su uso y disfrute una jaula del tamaño de un minipiso de la Trujillo.

Siguen campando los dragones por las paredes. A esos no hay que hacerles caso, se las apañan solos estupendamente.

El naranjo luce su docena de frutos –muy hermosos este año- como si fueran bolas de navidad. Todas las mañana me propongo arrancarlas y luego, qué demonios, me dan pena las pobres naranjas.

En fin, la vida transcurre sin sobresaltos, de momento.

sábado, noviembre 12, 2005

La infanta

El nacimiento de la infantita ha traído un gran revuelo constitucional. Ahora resulta imprescindible una reforma justo en ese tema, la herencia. Ya están los tertulianos haciendo cábalas y pronósticos sobre la educación, las amistades, la crianza …

Resulta agobiante. Un ser tan pequeño y, sin saberlo, todo el mundo le está organizando el futuro.

Supongo que ya hasta habrán diseñado el plan de estudios. Habrá un estilista que determinará que color de pelo es el más apropiado y cual será el largo de falda que más le favorece.

Le darán caprichos, claro está, teniendo en cuenta que lo importante de su vida ya lo decidirán otros.

¿Y si la niña quiere ser electricista? Pues que haga chapuzas en casa. Le comprarán un cheminova, o como demonios se llame el juego de electricidad, y listo.

Llega la infantita cuando concluyo “Perro callejero”. En la novela, el padre de la heredera pregunta al chambelán: “¿Pero qué quieren las princesas?”. Unos capítulos más adelante se sabe qué quiere la princesa: dejar de serlo.

Así que ambos, rey y heredera, hacen lo impensable: redactan y firman su abdicación. Inglaterra será una república por decisión de la Corona.

Ya que nos ponemos a la reforma constitucional, que sea sin mariconeos. Forma de estado: república parlamentaria. Por cierto, votaría que no hubiera presidente de la república.

jueves, noviembre 03, 2005

Hay días

Hay días en los que una no está para nada. Son jornadas en las que parece que nos han echado mal de ojo y cualquier cosa que se emprende sale, indefectiblemente, mal.

La ley de Murphy incluso se queda corta en esos días.

Ayer fue uno.

Fui recoger dos ordenadores que estaban estropeados. Llegué al servicio técnico a las 11:30, una hora comercial. Llamé al timbre y vi en la puerta un cartelito minúsculo que ponía: "Vuelvo en 15 minutos".

Tres cuartos de hora más tarde seguía esperando. Otra persona esperaba también conmigo en la acera. Se decidió a llamar a un teléfono que aparecía en un cartel. Después de hablar un par de minutos me dijo:

- He llamado, ha saltado un contestador, me ha dado un teléfono móvil, he llamado y me han dicho que mejor volvamos por la tarde.

Cabreo inmenso, claro. ¿Por qué pone que vuelve en quince minutos si no piensa volver? ¿Por qué no baja el cierre metálico de la tienda? ¡Menuda tomadura de pelo!

Me fui con el propósito de volver a la tarde y montar un pollo de padre y muy señor mío.

Regreso a casa a comer y le pido a mi hija mayor que luego me acompañe a por los ordenadores.

Me dice que: "Oh, mamá, tengo cosas urgentísimas que hacer".

Inquiero sobre esas urgencias que resultan ser devolver el disfraz de la pasada fiesta de Halloween.

Me trago el enfado y cuando voy a poner el coche en marcha hace: "pffffffffff". No tiene batería.

Respiro hondo. He visto el coche de mi hija en la calle. Se va a quedar sin devolver el disfraz, pero cuando salgo a buscarla ... ha desaparecido.

Llamo a su móvil: "El teléfono marcado está temporalmente fuera de servicio".

Mando un mensaje: "Vuelve a casa cagando leches".

No hay respuesta.

Llamo a mi marido quien asegura que está haciendo un par de cosas urgentísimas, pero que viene en cuanto las termine.

Son las cinco de la tarde.

A las 7 llama mi marido:

- Se ha llegado el coche la grúa.

Llega mi hija:

- ¿Por qué no contestas al teléfono? ¿No lees los mensajes?

- ¿A qué número has llamado?

La niña se ha cambiado de número de teléfono y no le ha faltado tiempo para comunicárselo a toda su peña, pero no a la familia, claro está.


Pienso que me pueden caer 12 años, pero seguramente si explico las circunstancias el juez será comprensivo.

Bajamos a Valencia a ver si conseguimos llegar antes de que cierren el servicio técnico, a las 20:30 horas.

Al fin y al cabo es su jodido ordenador y es ella la que está dando la brasa de que lo necesita.

Cogemos un atasco. Opta por una vía alternativa. Cogemos un atasco, logramos salir a través de unas callejuelas infames. Atravesamos un barrio desconocido. Nos vemos bloqueadas en otro atasco. Se me ha terminado el tabaco. Veo un estanco y conmino a mi hija a que pare. Bajo y compró un paquete. Seguimos buscando un camino despejado para llegar a Valencia. Pillamos otro atasco. Llevamos una hora dentro del coche. Es imposible que lleguemos al servicio técnico antes de que cierren.

Damos la vuelta. Vemos el coche de mi marido aparcado.

- A ver, ¿dónde te has metido?, le espeta a mi hija.

-Y tú, ¿dónde has dejado aparcado el coche para que se lo lleve la grúa?

- Ejem, delante de la Generalitat.

Hay días que ....

martes, octubre 25, 2005

Un nuevo inquilino


Es pequeño y peludo. Desde luego, no parece estar hecho de algodón. Sus ojos son dos bolitas de azabache. Sus patas parecen frágiles, imposibles de aguantar el peso que aparenta. Pero no es cierto. No tiene tanto peso. En realidad, es un engaño.

Si le sujetas por el único sitio posible, la tripa, se aprecia su delgadez bajo la suave capa de pelo. Por el lomo, sin embargo, tiene un volumen ficticio. Es leve y francamente guapo, con ese hocico afilado y esos ojos vivarachos.

Es un erizo. Ayer Lucía lo encontró en medio de la carretera. Se bajó del coche y lo recogió. Llegó a casa con él en las manos: "Mirad lo que he traído".

Claro que es tímido. En cuanto lo tocas se enrosca y saca las púas para defenderse. Gos está intrigadísimo. Lo olisquea todo el tiempo, pero no se atreve a ir más allá. A veces hasta se arriesga a acercarle una pata.

Se esconde en cualquier rincón. Esta mañana lo hemos sacado –aun de noche- al jardín. No sé si cuando volvamos estará o si seremos capaces de encontrarlo.

Anoche se me enroscó en un dedo. Era casi imposible deshacerse de aquel abrazo, tal es la fragilidad que su espinoso cuerpo trasmite. Me daba miedo retirar la mano bruscamente. A pesar de su aspecto disuasorio, es un animal precioso y a mí me enternece.

martes, octubre 18, 2005

El funeral

¿Para qué sirven los funerales?

Al muerto para nada. Está muerto.

¿A la familia? Pienso que tampoco. No creo que estén para exhibiciones públicas de dolor delante de desconocidos.

Porque, a excepción de los más allegados –y esos ya se han consolado en privado- el resto de los que asisten al entierro, en el mejor de los casos, son desconocidos.

Los funerales son para los vivos. Para dejarse ver. Son un poco como aquella película francesa "Cousin, cousinne", actos en los que la gente que lleva tiempo sin relacionarse se encuentran de nuevo.

Hubo una temporada –luctuosa- en la que a un amigo mío tuve que decirle: "Fernando, tenemos que dejar de vernos así". En un mes coincidimos en tres funerales.

Se saludan, muestran su pesar por el fallecido (¡quien lo iba a decir, con lo joven que era!) o su preocupación por la familia (pobre mujer, menudo panorama que le espera)

Luego lo comentan: "Mira, ayer coincidí con fulanito en el funeral de zutanito. Parece que las cosas le van bien".

No suelo asistir a funerales, a pesar de que las reglas sociales aseguren que puedes faltar a cualquier ceremonia, a excepción de un funeral. Sólo voy a aquellos de personas con las que me he sentido especialmente ligada, que les haya cogido un cariño especial. Es una muestra de respeto. En alguna ocasión he asistido porque el finado era familia de alguien a quien siento muy cercano.

Me disgustan. Me disgustan los actos religiosos. Me repatea que un cura, que por regla general no sabe nada del muerto, haga un panegírico plagado de lugares comunes y esperanza en la resurrección. Me jode.

Me fastidia profundamente que trate de consolar a la familia con esa melosidad autocompasiva de los curas.

Cuando me muera, no quiero funeral. Me he ido de muchas vidas ya y muchas me han abandonado. Personas que en un momento dado significaron algo para mí y de las que ahora apenas me acuerdo. Para ellas ya estoy muerta como ellas están muertas para mí. Y no por eso se hacen funerales.

Cuando me muera que me olviden lo más rápidamente posible.

lunes, octubre 17, 2005

Planeta

No es la primera vez –ni será la última, seguro- que insisto en el tema de la banalización de la cultura.

El espectáculo dado el pasado fin de semana en los Premios Planeta es otra escenificación de la superficialidad de la llamada "industria cultural". Cuando la cultura es una industria, mal vamos.
Industria significa producción en serie, ventas masivas a un público indiscriminado; consumo; duración efímera. Todo ello arropado por campañas de marketing ad hoc.

El Planeta, desde hace años, está de capa caída. Ni autores de relumbrón, oras de encargo o vertiginosas dotaciones económicas han evitado que el premio haya caído en el desprestigio.

Creo que a lo largo de mi vida sólo he comprado un "planeta". Fue "Volaverunt", hace ya un montón de años y fue porque la temática me pareció atractiva. Hace un par de años me regalaron el bodrio de Carmen Posadas, "Pequeñas infamias" que fui incapaz de leer. Era malo. La historia no interesaba, el estilo era plano y aburrido ... Así que, ¿para qué perder el tiempo?

Me temo que este año Marsé ha caído en la estrategia tejida por los chicos de marketing del grupo editorial. Un premio a una cuasi desconocida, muy mona, eso sí. Es una forma de elevar el escaso interés del premio.

Un consagrado dice que la novela es mala. La chica es fotogénica y quedará estupendamente en la contraportada del volumen y el ambiente estará caldeado gracias al enfrentamiento entre ambos delante de las cámaras.

Solo falta que dentro de unos días en el "tomate" salgan unas imágenes robadas de ambos bien metiéndose mano, bien dándose de puñetazos. Sin duda, las escasas ventas previstas subirán como la espuma.

lunes, octubre 03, 2005

Módena



Ha sido el viaje más multitudinario que hemos realizado hasta el momento. La pandilla se amplía, pero las meteduras de pata –literales- se diluyen ante un grupo tan numeroso.

De Valencia partimos siete personas. En Bolonia esperaba Pier, procedente de Barcelona, Roberto y Elená (lo pronuncian así, acentuado en la a) que venían de Roma.

En Bolonia recogimos los coches alquilados: una Galaxy y un Mondeo familiar y nos encaminamos a Módena. Allí buscamos el hotel que teníamos reservado. La ciudad es pequeña, así que no había mucha pérdida, pero, claro está, nos perdimos. Finalmente paramos a preguntar y ... como suele ocurrir en estos casos, el hotel estaba a 30 metros de dónde estábamos. ¡Qué ridículo!

La excursión descendió de los coches y se registró en el hotel. ¡Por fin un hotel italiano decente! Mucha parafernalia, eso sí. Se trata de un antiguo convento reconvertido en hostería, con techos pintados, grandes cuadros en las paredes, suelos de pórfido pulido ... y habitaciones enanas.

La alegre muchachada se dispuso a cenar, a excepción de Maitena que viajaba con un considerable catarro y prefirió atiborrarse de medicamentos y sudar en la cama.

Durante el viaje entre Bolonia y Módena Pier había estado negociando la reserva, que cambió dos veces. Finalmente acabamos en la Osteria Ruggero, que había tenido la deferencia de reservarnos una mesa para diez en su coqueta terraza. Así podíamos fumar. Todo un detalle.

La cena fue magnífica. El antipasto abundante y la pasta sensacional. Lo jodido fue que los chicos se empeñaron en pedir Lambrusco de vino ¿Alguien puede entender que guste esa especie de donsimón con gaseosa?

Con la excusa de que el Lambrusco es el vino típico de la región nos estuvieron vendiendo el artículo de forma descarada.

Paseando por las calles empedradas vinos un mercado –a esas horas cerrado- que resultaba francamente bonito a la luz de las farolas. Desde una calle se veía el Duomo y la punta del campanario de la catedral. Dejamos la visita turística para otro momento y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente cogimos el tren a Bolonia. Los trenes en Italia son larguísimos, como mercancías de esos que salen en las películas americanas. En 20 minutos estábamos en la estación de Bolonia, que siempre me da mala espina ya que me recuerda aquel atentando salvaje que perpetraron las Brigadas Rojas.

Compramos billetes de autobús para ir a nuestras labores y, metedura de pata. Alicia la mete, se cae de rodillas. Ya tenemos más bajas. De momento puede andar, pero cuando llegamos no puede doblar la pierna. La llevamos hasta el botiquín y allí se empeñan en mandarla al hospital. Se niega en redondo. Al final le dan una pomada antiinflamatoria y unas pastillas. Da pena verla como intenta andar. Encima se ha puesto tacones.

Nos encontramos con otro compañero que lleva dos días en Bolonia. Eugenio nos muestra algunos de los aspectos que nos interesan y al final de la jornada quedamos para tomarnos una cerveza en San Pancracio.

Al subir al autobús que nos lleva al centro Eugenio grita: "¡Las carteras!" Tenemos a un grupo de carteristas entre nosotros, acabaremos identificándolos porque a lo largo de tres días coincidiremos varias veces con ellos.

Paseamos por Independenzia hasta San Pancracio. Gisela y yo vamos mirando escaparates y yo compro un encargo que me han hecho. En la plaza cumplo un deseo que llevo demorándolo un año. En la plaza hay una sombrerería. En el anterior viaje ví un sombrero precioso, pero el establecimiento estaba cerrado, así que supuso un ahorro.

Pero hoy está abierto. Gisela me acompaña y me pruebo distintos colores. Al final me decido por uno azul agrisado, francamente elegante y que me queda muy bien.

Tomamos nuestras cervezas y regresamos a Módena. En esta ocasión es Alicia la que no se suma a la cena, debido a los dolores en la rodilla. Vamos a otro restaurante muy cerca del de la primera noche, también en la terraza. Esta es más grande, está en un jardín cuidado con la estatua de una mujer desnuda en el centro. Nos dan como alternativa pasta o fileto florentina. La mitad pedimos carne. Nos ponen una chuleta de brontosaurio por cabeza, imposible de engullir, a pesar de que casi nadie ha comido a mediodía.

Y, de nuevo, el maldito Lambrusco. Gisela y yo exigimos cerveza y nos sacan: ¡San Miguel!

Al día siguiente gran alboroto a la hora del desayuno. Elená tenía una nota en su habitación que habían pasado debajo de la puerta. Estaba escrita en papel con membrete del hotel. Más o menos decía: "Ayer no pude evitar ver el número de tu habitación en la llave (estos italianos están un poco atrasados en lo de las llaves magnéticas) Quiero decirte que me pareces una mujer preciosa y me gustaría conocerte" A continuación iba un teléfono móvil indudablemente español y de Vodafone.

Roberto propone llamar él y decirle: "Soy el marido de "la mujer preciosa", ¿qué te parece si nos vemos?" Y así, entre bromas y risas –con Elená ruborizada- partimos hacia Bolonia de nuevo.

Ese día es un lío. El grupo vuelve fragmentado a Módena, algunos se quedan a cenar en Bolonia. Aprovechamos para realizar las compras en Tamburini: bresaola, mozarella di buffala y pasta fresca. Nos lo empaquetan todo muy bien, como si fueran regalos caros.

Cuando llegamos a Módena aprovechamos que las tiendas están todavía abiertas para dar un paseo por la ciudad. Gisela y yo vemos unas botas PRECIOSAS.

- ¿Cuánto valen?, pregunta Gisela.
- Prada, contesto.

Y se da la conversación por terminada. En un cartel escrito con una letra microscópica aparece el precio que es casi nuestro sueldo mensual.

Seguimos el paseo. Vemos una chaqueta azul que nos deja boquiabiertas en un escaparate al otro lado de la calle. Cruzamos a toda prisa. No hay peligro, prácticamente solo circulan bicicletas.

- No mires, Gisela, es Gucci.

Y debajo de la chaqueta las botas más bonitas que he visto en mi vida. Y las más caras también.

Toda la calle está plagada de tiendas de lujo. Hay una pequeñita y realmente preciosa. Se llama L’Stilografica. Pienso que es un establecimiento de plumas, pero no, es de lencería, la más delicada que pueda imaginarse. En el escaparate un pijama de seda verde agua. Me recuerda a Katharine Hepburn en Historias de Filadelfia.

Paseamos por el Duomo. La música sale de la catedral. Están ensayando. Un cartel anuncia el concierto de órgano dentro de un par de horas con la orquesta de Rávena. La enorme plaza está a medio desmontar de algún espectáculo deportivo.

Nos fijamos en el campanile. ¡Vive dios! ¡Estos italianos no saben construir torres derechas! Esta está tumbada también. Ya conozco tres: la más famosa, Pisa; la pequeña de Bolonia y ahora la Giroldina de Módena.

Nos ha dado tiempo también de pasar por el mercadito antes de volver al hotel y arreglarnos para la cena. Me pongo un vaquero, la camiseta del demonio (con rabo trasero incluído) una chaqueta de raya diplomática y ... mi sombrero.

Esta vez es una cena reducida. Pier, Alicia –recuperada de su caída-, Gisela y yo. Los que no se han quedado a cenar en Bolonia prefieren ver el fútbol en la pantalla gigante del salón del hotel.
Vamos a la Osteria Ruggero de la primera noche. La dueña se acuerda de nosotros y nos saluda muy amable. Me dice que el sombrero me queda perfecto, que le gusta muchísimo.

Esta vez pedimos vino de verdad y no mariconadas.

Es nuestro último día. Después de desayunar hacemos el equipaje que ahora pesa bastante más, al menos el mío. En la maleta van varios kilos de revistas y catálogos. Subimos a los coches, de nuevo vamos con Pier. El trayecto hasta el aeropuerto es de lo más animado. Pier habla por teléfono y gesticula mientras conduce. Parece como si quisiera asustarnos. Cuando no hace eso, insulta a los otros conductores: "¡Patatina!" les grita.

Pasamos por una carretera en obras. El único carril disponible se usa alternativamente. El encargado de cortar o dar paso –nos toca pasar a nosotros- habla por el "telefonino" y fuma un cigarro. A su espalda se acumula una cola de vehículos que supera los dos kilómetros. Y el tan pancho.

En el peaje de la autopista Pier se desfoga contra los que no llevan monedas, por la tardanza en pasar el torno ... Asegura que se comprará un bazooka y acabará con todos ellos. Ni que tuviéramos prisa.

Dejamos los vehículos de alquiler y cuando entramos en la terminal anuncian la salida de un vuelo a Barcelona anterior al que tiene Pier. Se apresura, quedan plazas libre y cambia su billete. Ni siquiera le da tiempo a despedirse.

Dos horas más tarde aterrizamos en Manises.

lunes, septiembre 19, 2005

Tokio Blues


Terminé hace un par de días la novela de Haruki Murakami. Me gustó, pero encontré varias incongruencias que, por lo reiteradas, dudo si son lapsus del autor o están puestas a propósito.

Me explico. La acción transcurre en los últimos años de la década de los 60. En un capítulo se habla de que el protagonista, Watanabe, está escuchando un ¡cd! Y si la memoria no me engaña la tecnología cd es de 1982.

En otro capítulo, hablando con su medio novia, medio amiga Midori, se cita "fundas para móviles" cuando, obviamente, tampoco podían existir en la década de los 60.

No creo que un autor que ronda la cincuentena pueda cometer esos errores.

martes, septiembre 06, 2005

Susto


Nos pegamos mutuamente unos sustos morrocotudos. Anoche, sin ir más lejos.

Subí al despacho, ya de noche. Encendí la luz. Le ví en el suelo, a escasos centímetros del pié. Él salió corriendo. Le reñí, claro:

- Hombre, tu sitio son los techos y las paredes. No corretees por el suelo que si te piso mira que disgusto nos llevamos los dos.

Entendió el mensaje porque el dragón enseguida se encaramó a la pared, el pobre, para ponerse a salvo.

martes, agosto 30, 2005

Lecturas

Con el tiempo he adquirido paciencia con los libros. Sobre todo a que cada uno de ellos tiene un ritmo de lectura propio o, más bien, debo ajustar mi ritmo de lectura a la cadencia interna del libro.

Hay novelas que exigen premura. Necesito terminarlas cuanto antes. Soy incapaz de dejarlas. Cuando acabo un capítulo me resulta perentorio iniciar el siguiente. Me reclaman toda la atención. Aquí entraría, por ejemplo, "El nombre de la rosa"

Otras, por el contrario, son un reto a la voluntad. Se me caen de las manos. Hace años concluir un libro iniciado era una cuestión de amor propio. Ahora sé que hay mucho que leer y no puedo desperdiciar el tiempo. Me he vuelto terriblemente exigente. No soporto los personajes ni las situaciones innecesarias, los rellenos, la escritura sin objetivo que no hace avanzar el argumento. No recuerdo quien, pero creo que fue alguien del mundo del cine, que decía que todo personaje y toda situación tienen la obligación de hacer avanzar la historia que se relata. Me abstendré de citar ningún título, puesto que la lista sería interminable.

Existen novelas que me llegan a durar años. Las tomo, las dejo, las retomo ... Es una degustación lenta. Me provocan una especie de rechazo a que se terminen y procuro demorar todo lo posible el placer de la lectura. Leo y releo el mismo párrafo, regodeándome en la perfección de las frases. Estos libros acaban provocándome un odio profundo hacia el autor basado en la envidia que me despierta su talento. En mi caso, el paradigma sería "Suttree".

También está la clase de la novela kleenex de usar y tirar. Mero divertimento, muy apropiadas para las tardes lánguidas de verano. Novelas que apenas has cerrado olvidas y que, pasado el tiempo, alguien te recomienda. Tu, tontamente, aceptas el préstamo y al segundo capítulo descubres que "te suena", pero eres incapaz de recordar trama o detalle alguno.

No debo olvidar aquellas que sin motivo racional aparente despiertan los más atávicos temores. Su lectura se convierte en vértigo, atracción y repulsión. Recuerdo dos textos que tuve que abandonar, y todavía carezco de una explicación racional a esa rendición. Una fue la segunda parte de "El señor de los anillos" y la otra fue "Los mitos de Cthulhu".

Y, para terminar, están las novelas a las que me dirijo cada cierto tiempo. Una especie de remanso. Sé que nunca me van a defraudar y que aunque las haya leído varias veces, seguirán sorprendiéndome. Citaré, y sé que me repito, "Bomarzo" y "El Unicornio", pero también vuelvo siempre a un texto procedente de una serie británica de televisión y que, a pesar de los años, tiene una vigencia estremecedora: "Sí, ministro".

miércoles, agosto 24, 2005

Objetos invasores



Ayer recibí una de las revistas que más me gustan. Parece una banalidad, porque se trata de una revista de decoración, pero su director es uno de los periodistas más lúcidos que conozco y aprecio sus opiniones tanto como desprecio las de otros plumillas que puedan gozar de prestigio político o cultural.

En el último número, el 100, recoge la opinión de varias personas sobre la casa. Benedetta Tagliabue, una arquitecta de mucho fuste, afirma: "A veces el ejercicio más difícil es mantenerla limpia. Es un poco complicado porque tienes que retirar objetos que te recuerdan trozos de tu vida".

¡Y qué razón tiene!

Eso se aprecia, especialmente, cuando realizas una mudanza. Llevo a mis espaldas un buen número de ellas, así que tengo conocimiento de causa más que sobrado.

Dice Quignard -ya sé que estoy un poco pelma con él- que las cosas tienen alma y que eso se aprecia cuando nos cambiamos de casa. "Las mudanzas -dice- son experiencias mágicas violentas.

"Descubrimos que no podemos tirar eso a la basura. (Eso designa cualquier espanto que, sin embargo, está destinado a la basura)

(...)

"Las mudanzas en casas antiguas -prosigue- son homicidios".

Cuando empiezas a empaquetar las cosas surgen infinidad de dudas. ¿Me llevo este jarrón? Es horroroso, pero es un regalo de (póngase aquí el nombre que se estime oportuno) y si viene de visita y no lo ve ...

¿Cuántas cosas que detestamos habitan en nuestra casa? Cosas que nosotros no hemos elegido y que conservamos por un estúpido sentimiento de no herir la sensibilidad del oferente. Cuando son ellos los que ofenden nuestra sensibilidad, qué demonios.

Recuerdo un caso. Tras dar una conferencia en un congreso, los organizadores regalaron a mi marido la más horrorosa porcelana que puede concebirse. Durante meses albergamos la esperanza de que nos invitaran a alguna de esas bodas de compromiso de asistencia prescindible, pero no se produjo el milagro. Finalmente, y comportándonos como padres irresponsables, hicimos de la figurita del demonio un juguete infantil. Mi hija –contra todo pronóstico- la trató con suma delicadeza.

Ni siquiera la más torpe de las asistentas –especializada en romper platos de la vajilla buena y lámparas tizio de precio escandaloso- perpetró atentado alguno contra el objeto detestado.

Finalmente, la porcelana recalcitrante acabó, entera, en el cubo de la basura.

Aborrezco lo superfluo y sin embargo he sido incapaz de mantener mi casa libre de esas abominaciones, aunque su presencia es bastante limitada. Y reconozco, por otro lado, cierta fascinación por lo kitsch. De hecho tengo varios libros, incluso el canónigo de Gillo Dorfles.

(La foto es de Benedetta)

lunes, agosto 22, 2005

La secta de los libros

Dice Pascal Quignard:

“Los que aman ardientemente los libros constituyen, sin saberlo, la única sociedad secreta excepcionalmente individualizada. Sin que lleguen a encontrarse nunca, se parecen gracias a la curiosidad por todo y a un disociación sin edad.

“Sus elecciones no se corresponden nunca con las de los editores, es decir, las del mercado. Ni con las de los profesores, es decir, las del código. Ni con las de los historiadores, es decir, las del poder.

“No respetan el gusto de los demás. Prefieren alojarse en los intersticios y los repliegues, la soledad, los olvidos, los confines el tiempo, las costumbres apasionadas, las zonas de sombra, los bosques de ciervos, los cortapapeles de marfil.

“Forman por sí mismos una biblioteca de vidas breves pero numerosas. Se leen entre sí en silencio, a la luz de las velas, en un rincón de su biblioteca, mientras que la casta de los guerreros se mata estruendosamente en los campos de batalla y la de los comerciantes se devora desgañitándose bajo la luz que cae a plomo sobre las plazas de los burgos o sobre la superficie de las pantallas grises, rectangulares y fascinantes que han sustituido a esas plazas”

domingo, agosto 21, 2005

Tercos

Andábamos Zynnya, Calico y esta servidora perdiendo el tiempo, hasta que dejamos de hacerlo.

Zynnya dijo contumaz

Calico, pertinaz

Yo añadí tenaz y terco

Más aportaciones, por favor.

lunes, agosto 01, 2005

Libros


Sigo con los libros. ¿Qué nos mueve a comprar unos títulos frente a otros?

Reconozco que en algunas ocasiones me dejo llevar por el impulso. Veo un libro en un escaparate y es como si viera unos zapatos soñados: tiene que ser mío. Así adquirí uno de los libros más bonitos que tengo. Se trata de “La enciclopedia de las cosas que nunca existieron”, un volumen deliciosamente ilustrado que, dado su tamaño, no me cabe en ninguna estantería.

También compré, por sus ilustraciones, el Libro de las Hadas. Debió ser una temporada que en la que me obsesioné con la mitología nórdica, posiblemente, gracias a “El Señor de los anillos”. Pero esa es otra historia.

Luego están aquellos libros recomendados. Durante más de tres años trabajé por las tardes, en mi época de Facultad, en una librería. Entonces, quitando La Casa del Libro, no existían las macrotiendas de libros como ahora. El cliente solía ser habitual, conocíamos sus gustos y nos solía hacer caso cuando le sugeríamos algún título.

Se construyeron así relaciones largas y de confianza.

Recuerdo que el primer libro que recomendé –fue como un bautizo de fuego- resultó ser “El beso de la mujer araña”, de Manuel Puig. Ese libro, como luego otros del mismo autor, me sedujo. Creo que vendí varias docenas del título.

Ahora también suelo hacer caso de las recomendaciones del librero de cabecera, un encantador personaje que tiene un minúsculo local atestado. La librería se llama La Máscara y tanto el librero como la librería son casi un calco de aquel primer trabajo serio que desempeñé.

Lluis, el librero, se define por su amor a los libros. Dos veces al año –por Navidad y a principios de verano- edita un folleto con títulos recomendados a los que añade unas líneas de comentario.

Me gusta porque nunca se deja arrastrar por las listas de más vendidos. Esos, qué demonios, no precisan recomendación. Y siempre surge alguna maravilla.

Su mesa de novedades es también peculiar. Como si no quisiera que determinados clientes profanasen el santuario –pero hay que hacer caja, qué demonios- amontona los Dan Brown y los Revertes al lado de la puerta. Si quieres encontrar algo interesante de verdad debes rodear la mesa. Al fondo, casi siempre, se encuentra algún ejemplar de obras que nunca aparecerán entre los libros más vendidos y que muchas veces ni siquiera son novedad editorial.

Esta digresión me conduce a la primera vez que Lluis me recomendó un libro, hace ya más de 15 años. Fue “El mundo es un pañuelo” de David Lodge, autor del que me he vuelto adicta.

Las críticas que se publican también son buenos señuelos, siempre que sean críticas y no reportajes basados en el marketing. El suplemento literario de un periódico de Valencia suele hacer recomendaciones muy oportunas y siempre alejadas de lo que a la industria editorial le interesa en ese momento. PostData, que así se llama el suplemento, me ha descubierto autores de mucho mérito, como Pasqal Quignard o Tristan Egolf.

El cuidado en la edición es otro de los motivos que me impulsan a adquirir un libro. Admiro las ediciones de Siruela –firma de la que me enorgullezco en poseer El Diccionario de los Símbolos, de Cirlot- y de Valdemar.

Me gustan las editoriales que se salen de lo trillado, como El Acantilado o Lengua de Trapo.

Y detesto profundamente las grandes superficies que dicen dedicarse a la cultura. No soporto Crisol, ni FNAC ni El Corte Inglés. Sin embargo La Casa del Libro sigue conservando ese olor un poco polvoriento a amor por las letras, aunque me quedo con La Máscara.

Mi aversión a estos comercios va desde la estética –la exhibición de volúmenes como si fueran sacos de patatas de oferta en el Carrefour- hasta la ignorancia inaudita de los dependientes. Un día en el Corte Inglés me enfadé muchísimo. Me atendía una señorita que vendía libros peor que si vendiera medias. Seguro que tenía más conocimiento sobre medias. Le pedí un libro de Mark Twain, del que llevaba la referencia completa y me soltó un “Es un libro de esoterismo, ¿no?”. Casi me la como. Me reprimí y contesté: “Señorita, es un clásico de la literatura americana. Me sorprende que no lo conozca”.

Me dí media vuelta y me dirigí a mi querida Máscara, donde no tuve que explicar quien era Mark Twain.

jueves, julio 28, 2005

Regalos

El libro es, casi siempre, uno de los regalos más socorridos. Cuando uno no sabe qué regalar, tiene a mano el recurso de "un libro" que además tiene la ventaja de ser unisex.

En mi caso, regalar un libro es también hacer entrega de mis gustos, de mis preferencias lectoras. Porque, seré sincera, no pienso en los gustos del receptor, sino en convertir al obsequio en una doctrina: busco adeptos.

He de reconocer que cuando un libro me gusta especialmente no sólo me harto de recomendarlo, sino que lo regalo en cuanto tengo oportunidad.

La primera novela que regalé repetidas veces fue "Tiempo de silencio" de Luis Martín Santos. Me impactó de tal manera que quise comunicar el descubrimiento a todo el que se ponía a tiro. Mira que era difícil, pero mira que era buena.

Luego me dio por Múgica Laínez, novelista al que aborrecí de pura envidia que me producía su precisión. Y de entre sus obras, "Bomarzo".

Una de las cosas que más me fastidia de mis recurrentes viajes a Italia es que nunca tengo cerca el jardín de Bomarzo para conocerlo. Pero tengo el firme propósito de conseguirlo.

Más adelante descubrí un cuento para niños del que, sin remedio, me enamoré. "El diablo de los números" de Hans Magnus Ezensberger. Y tengo que decir que los obsequiados –tras la sorpresa del título y la temática- acabaron seducidos.

Ahora he descubierto otra novela que me enganchó y que se ha convertido en mi nuevo objeto de regalo: "Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay" de Michael Chabon.

miércoles, julio 20, 2005

Propuesta filoloarqueológica

Hace unos días escuché una palabra que casi había olvidado. Era "acerico". Una palabra que ha caído en desuso porque el objeto al que se aplica ha desaparecido prácticamente.

Y me encanta esa palabra, como muchas que han ido diluyéndose. En este caso, al menos, no ha sido sustituida por un anglicismo.

A mis escasos pero fieles lectores les propongo un pequeño ejercicio: que aportéis una palabra que ya no se utilice y –una pequeña idea malvada para Ispahan- le sirva para entrar en el canal de incógnito.

Por cierto, la definición de acerico es "almohadilla pequeña que sirve para clavar en ella alfileres o agujas".

Hablando de alfileres, ¿os acordáis de aquella frase que decía "iba de 25 alfileres?" .

martes, julio 19, 2005

APTM

APTM, algo así como apartamentos mínimos. ¡Menuda la que montó la Trujillo! Lo que era una propuesta francamente interesante en Construmat –espacios habitables para personas que no precisan de 100 metros cuadrados, dos cuartos de baño completos con bidet- se convirtió en el culebrón de la primavera.

A la Trujillo sólo se le ocurrió que el proyecto le parecía estupendo y que incluso su ministerio quería promover ese tipo de viviendas.

A la pobre le lanzaron dardos desde todos los puntos de la rosa de los vientos.
Leo en una revista, de la que soy algo adicta –su director es amigo mío desde hace años y una bellísima persona- un reportaje que intenta poner las cosas en su sitio. Empieza por decir seguimos viviendo en pisos diseñados con la lógica de hace décadas. Diseños poco razonables para las necesidades actuales, pero, señores, es lo que hay. O lo compra o debajo del puente (el que tenga para comprar, claro)

Estamos ante la tiranía del constructor. Da igual lo que demande el mercado, le ofrece siempre lo mismo. En ese reportaje un arquitecto a quien también conozco y admiro, Juli Capella, hace un brevísimo y agudo análisis. El constructor sigue ofreciendo pisos de tres o cuatro habitaciones, salón comedor, cocina, parquet y dos cuartos de baño.

¿Para qué quiere una persona que vive sola y trabaja cuatro dormitorios? ¿Para qué quiere una cocina si nunca come en casa? ¿Para qué quiere una lavadora que utiliza una vez a la semana? ¿Dónde cojones deja la bicicleta? ¿Para qué quiere un bidet? Esto del bidet es uno de los misterios que nunca he conseguido desentrañar. ¿Por qué es necesario ocupar todo el cuarto de baño con una bañera?

Llueve sobre mojado. Ayer tuve una comida con un arquitecto de mucho fuste y un par de aparejadores. Uno de los temas que se suscitaron fue la manía actual de construir casas como si esto fuera Suecia. Edificios todo cristal que exigen potentes sistemas de calefacción en invierno y no menos potentes sistemas de refrigeración en verano. ¡Pero si los árabes ya descubrieron como mantener una temperatura aceptable en las viviendas! Orientación, muros gruesos que aíslan las habitaciones, ventanas las justas y patios interiores que se convierten en remansos frescos.

Pues no. Mucho cristal, mucho despilfarro energético, viviendas repletas de chismes inútiles y carentes de otros que en los últimos años se han hecho imprescindibles.

lunes, julio 18, 2005

Misterios sin resolver

Existen misterios difíciles de resolver. Hay uno, desde luego, que a mí me lleva de cabeza. Sé que es un misterio menor, doméstico, pero por ello no deja de ser menos inquietante. ¿Tienen vida los pequeños objetos? ¿Las prendas de vestir deciden por sí mismas?

Todo esto viene a cuento de las continuas desapariciones de algo tan humilde como los calcetines. Cuando recojo la ropa puesta a secar, indefectiblemente hay, al menos, un calcetín desparejado.
Ese calcetín viudo queda apartado en un rincón a la espera de que aparezca el perdido. Siempre supongo, inocentemente, que se habrá escondido entre otro montón de ropa que espera su paso por la lavadora. Pero tras días de espera, sigo sin noticias del maldito calcetín. Así que semana tras semana voy haciendo una colección de calcetines huérfanos.

Bueno, en ocasiones aparece el compañero y en otras acabo emparejando dos calcetines que si no forman pareja de derecho, pueden pasar por pareja de hecho.

¿Por qué esa manía de desprenderse de la pareja? ¿Es que huelen mal y no soportan el olor a pies? Digo yo que una vez pasados por agua, detergente y sufrir un proceso de sacudidas mecánicas para terminar con un centrifugado a 1000 revoluciones por minuto, lo del olor ya no es problema.

Además, los dos deben oler igual, por lo que ya deben estar familiarizados.

¿Y quien abandona a quien? ¿Es el superviviente el que encierra al perdido en algún lugar ignoto? ¿Es el desaparecido el que se esconde? Este divorcio calcetinil me tiene preocupada. Además, no existen pautas. Unas veces son los calcetines de deportes, esos blancos y gruesos; otras los de vestir; en ocasiones son esos calcetines de andar por casa, gruesos y con apliques antideslizantes en la planta ... Hasta han desaparecido unos calcetines a rayas con deditos ... una especie de guantes para piés.

Todo esto me recuerda vagamente a una novela de Juan José Millás que se titula "No mires debajo de la cama", en la cual, por la noche, los zapatos cobraban vida y corrían surrealistas aventuras (la novela era flojita, la verdad) Claro, que ... ¿y si son los dragones los que se apropian de los calcetines y anidan en ellos? Voy a tener que hablar seriamente con ellos para que dejen de hacer estas travesuras. Se están tomando muchas confianzas.

Aunque, según una máxima recogida en la Ley de Murphy asegura que una vez que tiras del calcetín desparejado, aparece el compañero. Son ganas de joder.

miércoles, julio 13, 2005

Okupas


Me comenta un amable lector que "El Dragón" podría convertirse en una novela. Por más vueltas que le doy, no veo la manera de transformar a un dragoncillo doméstico en un personaje, siquiera secundario, de una narración más extensa.

A no ser, claro, que incluyera en la misma al resto de okupas de la casa: cinco golondrinas y un chucho mestizo poseído por el pecado de la gula.

Las golondrinas –dos en sus inicios- descubrieron un rincón en el garaje, encima de una tubería, que consideraron adecuado para anidar. Durante semanas los coches aparecieron cubiertos de pellas de barro, empleado en la construcción del pisito. Ya se había expuesto en Barcelona la propuesta de los minipisos.

Por la noche cerrábamos la puerta basculante para evitar las posibles intrusiones de los "malos". A las 6 de la mañana ya estaban las avecillas de guirigay exigiendo perentoriamente su apertura.

Hace cosa de un mes una golondrina permanecía en el nido. Hace cosa de dos semanas aumentó la familia con tres polluelos más feos que picio que reclaman permanentemente comida.

En estas dos semanas los pollos ya tienen un aspecto algo más presentable. Se asoman permanentemente por el borde del nido con el pico abierto esperando que padre o madre les deje algún mosquito cazado al vuelo. En cuanto oyen el menor ruido sacan las cabezas y observan qué pasa. Son feos, pero graciosos.

Mientras tanto, el Gos tiene un mosqueo de campeonato. Está más pelma que nunca (lo que significa más cariñoso) y aguantar un ataque intensivo de fidelidad canina de 65 kilos resulta agotador.

lunes, julio 11, 2005

La pandilla sube el listón

La pandilla más torpe de la galaxia ha concluído que no hace falta viajar al extranjero para hacer el ridículo. ¿Por qué privar a los compatriotas –y sobre todo a los compañeros de trabajo- del gratificante espectáculo que supone verles con cara de panolis?

En una sola tarde dos de sus afamados socios hicieron méritos suficientes para aparecer en el cuadro de honor de tonto del mes.

Dado que los aparcamientos están ocupados, Elena busca una plaza donde dejar su flamante coche –ruedas y batería nuevas del día anterior-. Ve un hueco en un solar y decide: "Ahí me entra".

Lo malo es que una vez en el solar comprueba que no entra y ya que no puede dar la vuelta tiene que recular marcha atrás.

Cras!!!! El coche se queda encajado en la acera, como dejado caer. Las ruedas delanteras patinan en la arena (podrían contratarla parar arar un campo seco) y las traseras se han quedado en el aire. Suplica que no haya jodido los bajos, se haya cargado el tubo de escape o cualquier otro mecanismo que haya rozado en el suelo.

No hay forma de sacarlo. Afortunadamente es la hora de volver al trabajo y en la calle empiezan a aparecer compañeros –vaya, los más flacuchos cuando necesita un superman- que partiéndose de risa le brindan su ayuda.

Lo malo es que cuando cinco hombres se encuentran a una mujer en una situación ridícula y motorizada bastante tienen con cachondearse. Y luego tardan en ponerse de acuerdo en cual es la manera más adecuada de sacar al coche del atolladero.

Tras pruebas del tipo: "Gira las ruedas a la derecha, no a la izquierda, marcha atrás ... pues no, no sale ... A ver, pon la primera ..... uy sigue patinando .... ¿Y si empujamos?? ¡No!!! Atrás no que no tiene apoyo ... Bueno, pues hacia delante ... No podemos, ¡Cómo no vamos a poder cinco tíos!!!!".

Apelar a su virilidad da resultados. Empujan los cinco al tiempo y el coche sale de la trampa.
Tienen para reirse en el café un buen rato.

Daniel prefiere venir en moto estos días. Llega todo sudoroso y con cara de malas pulgas.
Da muestras de estar enterado de la aventura del coche bloqueado en la acera, pero eso no le resulta divertido. Confiesa.

Entre su casa y el trabajo se ha quedado sin gasolina en la moto. Ha llamado pidiendo un taxi, pero le han dicho que tardaría unos 30 minutos. "Para esperar ese tiempo, voy andando".
Así que casco en mano y trajeado se ha puesto camino de la gasolinera más cercana para comprar una garrafilla de combustible.

- Hoy hemos dejado el coeficiente intelectual de este departamento bajo cero, sentencia.

viernes, julio 08, 2005

Feria del Libro

Ir a la Feria del Libro es un ritual que se remonta a cuando era niña. La primera vez que fui, de la mano de mi padre, no tendría más de 9 ó 10 años. Por supuesto, era primavera. Fue un miércoles por la tarde. Lo recuerdo porque los miércoles no teníamos clase por la tarde en el Instituto y era un día que solíamos aprovechar para, entre otras cosas, ir a patinar sobre hielo a la pista que el Real Madrid tenía en la desaparecida Ciudad Deportiva, a apenas 15 minutos a andando desde casa.

Aquel miércoles cogimos el metro en Plaza de Castilla y bajamos en Príncipe de Vergara. No, entonces se llamaba General Mola, qué demonios.

Atravesamos la puerta del Retiro de O’Donnell y caminamos hasta el Paseo de Coches. Entonces no había tantísimas casetas como ahora. No puedo hacer un cálculo exacto, pero serían poco más de un centenar. Los puestos se concentraban en la parte ancha del Paseo, dejando bastante espacio entre las dos filas.

Primero paseamos y miramos las casetas de cada lineal. Mi padre se interesaba por los libros de historia y biografías. Yo curioseaba y más bien no entendía nada, pero miraba las portadas y a veces me atrevía a tomar un volumen entre las manos y darle un vistazo.

Una vez recorrida la feria mi padre me preguntó: "¿Qué quieres que te compre?" Le lleve de la mano hasta la caseta de Editorial Juventud y me entretuve en decidir qué libro me iba a llevar. Me había llamado particularmente la atención un volumen con la cubierta ilustrada. En ella se veía un bote de remos que intentaba no volcar ante monstruosas olas, con las caras de los marineros expresando terror y detrás el tentáculo gigantesco de un pulpo. En grandes letras se leía: "20.000 leguas de viaje submarino".

Había leído ya dos novelas de Julio Verne que tenían mis hermanos: "Un capitán de quince años" y "Los hijos del capitán Grant". Me llevaba a otro capitán entre las manos: Nemo.
Desde aquella primera vez, la visita al Paseo de Coches se convirtió en un hito marcado en el calendario. Esperaba su celebración casi con euforia. Adolescente acudía con mis amigas y compañeras del Instituto (las pluscuamperfectas, nos llamaba el cuadro de profesores, según me enteré tras dejar el centro).

Allí las pluscuamperfectas distribuíamos los libros que íbamos a adquirir, para después prestárnoslos: Baroja, Valle Inclán, Galdós, García Lorca, ... También compramos "El Jarama" o "Tiempo Silencio".

Todavía conservo aquella edición de "Tiempo de Silencio", completamente desencuadernada, con la sobrecubierta de papel rota, ilustrada con la fotografía de un ratón de laboratorio.
Años más tarde me regalaron una edición de tapas duras, pero mi ejemplar deteriorado y manoseado de la novela lo guardo como oro en paño. Durante años era el libro elegido para regalar a las personas que consideraba especiales.

De todos aquellos años recuerdo algunas ediciones. Una vez fui con mi hermana, también por la tarde. Repentinamente se desencadenó una tormenta –ya se sabe que no hay Feria del Libro sin lluvia-. Era una tormenta feroz. Empezó a llover con una fuerza inusitada. A nosotras nos sorprendió mientras mirábamos libros en la caseta de Turner, una de las librerías más bonitas de Madrid, aunque no sé si todavía existe.

Allí nos quedamos, por supuesto, precariamente protegidas por el voladizo del puesto. La gente se agolpaba como podía debajo de aquellas débiles protecciones, mientras el agua formaba una torrentera en medio del paseo de tierra. La lluvia caía con tanta fuerza que formaba burbujas en los charcos, como si el agua hirviera.

A nuestro lado dos chicos con pinta de estudiantes empezaron a hacer bromas en voz alta: "Si ya lo dice mi abuelo, esto de los cohetes de los americanos no puede traer más que desgracias" Y así siguieron durante los 20 minutos o más que duró el chaparrón, mientras que nos partíamos de risa con sus ocurrencias.

Recuerdo también un año en el que alguien tuvo la genialidad de trasladar la Feria del Libro al Pabellón de Cristal de la Casa de Campo. Debieron pensar que era bueno porque así se conjuraba el peligro, más bien la seguridad, de los chubascos feriales. Pero fue un desastre. Ir al Retiro es una cosa, pero ir a la Casa de Campo ... Además, por aquel entonces tampoco existía en aquellos lares el tráfico carnal de estos tiempos.

Como tampoco se había generalizado el aire acondicionado, y estar más de 10 minutos en el Pabellón de Cristal era correr el riesgo de una lipotimia causada por el enorme calor que allí se concentraba y el poderoso olor a sudor rancio.

Nunca más volvió a celebrarse allí la Feria del Libro.

Ahora, cuando se acercan las fechas, planifico el viaje. Hace ya tantos años que no vivo en Madrid que tengo que buscar un fin de semana, de los tres que dura la Feria, para acercarme. Semanas antes empiezo a recopilar títulos susceptibles de ser comprados. Repaso los suplementos culturales de los diarios; busco en internet; recojo sugerencias ...
El pasado domingo busqué las editoriales que me interesaban, las localicé en el plano de las casetas y tracé una ruta.

Me divirtió consultar la información sobre los autores que irán a firmar "ejemplares de sus obras". Ni se me ocurre. Los escritores españoles –salvo una honrosísima excepción- no me gustan. Además, carezco del fetichismo necesario para hacer cola, para comprar un libro que nunca voy a leer, para que me estampen una dedicatoria que ponga a fulanita con cariño ...
Sin embargo sí me gusta observar esas colas de firma. Me asombra, por ejemplo, que decenas y decenas de personas colapsen en angosto paseo para conseguir la firma de ... Boris Izaguirre o de cualquier personaje de esos que se han dado en llamar mediáticos y que para mí no son más que unos inmensos caraduras.

Me asombra el papanatismo de ese público que es capaz de aguantar empujones y pisotones para obtener la firma de Ana Botella, pongo por caso, en un papel que no es un cheque al portador.

Pero también me divierte observar a algunas de esas pájaras que han hecho de la manipulación una suculenta fuente de ingresos poner cara de circunstancias cuando nadie solicita su autógrafo. Fui testigo de la soledad de Marina Castaño, mientras que en la caseta de al lado Antonio Gala –otro fijo- se rompía la muñeca con dedicatorias tópicas.

Este año ya sé que compraré. He descubierto a un francés que me gusta: Pasqal Quignard. Me intriga un joven suicida: Tristán Egolf. Compraré algo de Michael Chabon y de mi admirado Dan Rhodes.

Conseguir un sueño

¿Por qué afirmamos que queremos conseguir un sueño? ¡Qué sandez! Los sueños rara vez se recuerdan y de ellos solo quedan trazos en la memoria. Huellas tan sutiles que en realidad ni siquiera sabemos si corresponden al sueño o a la idealización del mismo.

¿Cómo pretender algo que no recordamos? ¿Sólo por ese rastro?

jueves, julio 07, 2005

La niebla


Penetro en la niebla. Me gusta esa sensación de no saber qué hay unos pasos más allá.

Todo se desdibuja. Es una sensación de blanca oscuridad, de opacidad ficticia, de sombras y sonidos apagados.

Las minúsculas gota de agua se pegan a la piel. A veces, una oleada más espesa se abate sobre todo lo que me rodea. Otras, parece disiparse, pero es una claridad efímera. Enseguida la manta lechosa inunda todo de nuevo.

Más allá de la niebla sigue el mundo. Más allá de lo que los sentidos ignoran está la vida, hermosa y engañosa.

miércoles, julio 06, 2005

El jodido ordenador

El jodido ordenador ha entrado en coma. Mantiene sus constantes vitales, pero no reacciona a los estímulos. Cuando intento abrir un programa el reloj olvida su función y la pantalla entra en animación suspendida.

Además, como el puñetero no ha dejado escrito su testamento vital, es imposible practicarle la eutanasia por las buenas. Hay que proceder a su muerte violenta.

Estoy aburrida de llamar a los conocidos como "expertos". ¡Qué falsedad! Saben tan poco como yo, pero como yo ignoro la amplitud de su desconocimiento, siempre pueden fingir una superioridad tecnológica que yo, ni en sueños, me atrevería a emular.

Así llevo todo el día. Primero les he comunicado la incidencia y me han enviado a un becario jovencito y rubio que debe hacer estragos entre las niñas de su edad. Este muchacho todavía no domina los rudimentos básicos del oficio. Es decir, utilizar muchos términos in-gleses e in-inteligibles para enmascarar lo obvio: que no tiene ni la más leve idea del mal que aqueja al aparato.

Lo intenta, criatura, sin ningún éxito. Procura hacer un apaño, pero fracasa. La vergüenza le domina y se retira, no sin antes prometer que mandará a alguien más cualificado que él.
Cuatro horas más tarde el ignoto más cualificado sigue siendo eso, ignoto. Ni está ni se le espera.

- ¿Hay alguien ahí?
- Sí, llama a Tony o a Quique

Eso hago. Tony, como siempre, da excusas.

- Estoy muy liado. En cuanto pueda voy o te mando a alguien.

Mentira. A las 7 de la tarde la ayuda sigue sin presentarse.

Hasta el momento he usado dos técnicas: la meramente informativa y la suplicante. Pasemos a la tercera: la cabreada.

La cabreada es peligrosa. Suele incluir una queja que se envía al superior jerárquico, más preocupado por ocultar sus ineficacias que en resolver problemas, con copia a la Superioridad, a la Alta Jerarquía, a la Autoridad. Y ahí las cosas empiezan a moverse para gran cabreo de todos.
Es la peor solución, pero es la Solución. Te creas un par de enemigos y la Autoridad, por su lado, piensa que eres débil, incapaz de solucionar un problema tan trivial como ese.

¡Nos ha jodido! Serían suicidas si cuando la Autoridad considera que un programa se retrasa 10 nanosegundos ellos, los informáticos, no perdieran el culo en arreglarlo.

Pero la Solución suele ser la alternativa previa a la comisión de un delito de sangre.

Otra es la de "pues si ellos no hacen su trabajo, a mí plim" ¿Qué se estropea el ordenador? No pasa nada, y si pasa las quejas se redirigen inmediatamente al sufrido maestro armero: "Ah, es que Sistemas no me ha arreglado el ordenador".

Te conviertes en acusica y te ganas el odio eterno de los informáticos, pero no pasa nada, porque el sentimiento es recíproco y, además, ellos empezaron.

Existe también la táctica borde y escandalizante que consiste en preguntar en voz alta, a ser posible con los brazos en jarras: "¿A quien hay que chupársela para que arreglen el ordenador?"
Los idiotas no levantan la mano inmediatamente, aunque parezca mentira. Se esconden detrás de la pantalla fingiendo que no han oído nada. Las chicas dicen: "Jo, qué bruta".

Algún pelagatos se hace el ofendido y contesta que esa no es forma de pedir las cosas. Y, claro, dices que una vez agotados los recursos legítimos ya solo queda la opción de prostituirse "a cambio de que tú, jodido mamón, hagas TU trabajo, para que yo, vago de mierda, pueda hacer el mío".

No hay nada como la camaradería laboral.

Vivir

Vivir, ¿qué entendemos por vivir? Llenarnos de obligaciones y responsabilidades; rodearnos de cosas inútiles; dedicar nuestro tiempo a asuntos tediosos e irrelevantes.

Vivir, para el ser consciente, debería suponer sólo eso: dejarse arrastrar por deseos y necesidades vitales, internas. No impuestas por el entorno.

Dicen que es necesario el sacrificio. Hacer aquello que no nos motiva ni satisface. Vivir más allá de lo razonable, decaer.

¡Maldita ansia de eternidad! Incapacidad para asumir la muerte como algo natural ¡Maldita consciencia de la muerte! Perfección, juventud, salud.

¿No resultan admirables aquellos que renuncian a esas dudosas comodidades? Vivir rápido, morir joven y dejar un hermoso cadáver.

¿Quién nos manda reproducirnos?

¿Por qué, sencillamente, no vivimos?

Cobardía al qué dirán, al daño que podemos causar. La existencia reducida al chantaje, al recuerdo permanente de las deudas emocionales, a la comodidad de sentirse masa.

La ruptura define al vivo, al que no se resigna, al que llaman egoísta, misántropo, marginado, raro, extravagante ... Envidia, nos invade la envidia de aquél que hace LO QUE LE DA LA GANA.

martes, julio 05, 2005

La verdadera historia de la Nostromo


Despertaba. Era una sensación en la piel, notaba el movimiento del aire que alguien, al pasar, desplazaba. No veía ni oía nada. Intenté mover un pié. Ignoro si lo conseguí. Era incapaz de saber qué me pasaba.

Era inconsciente del tiempo. ¿Cuánto estuve así, en vela, pero sin tener la seguridad de las horas que pasaban? Empecé a tener sensaciones. Primero rumores, luego ruidos y, finalmente, palabras. La oscuridad dejó paso a sombras y siluetas para, finalmente, percibir formas y colores.

La garganta seguía negándose a articular palabras, solo gruñidos. Brazos y pies seguían muertos. Notaba, eso sí, movimientos involuntarios que no controlaba, movimientos mecánicos que se repetían con una regularidad de metrónomo.

Fui recuperándome. Empecé a ver figuras a mi alrededor. Oí como expresaban su confianza en que pronto podrían desvelar uno de los misterios que durante décadas había preocupado a la Compañía.

Francamente, no tenía ganas de recordar aquello, pero la inmovilidad no me daba muchas oportunidades de distraerme, así que los recuerdos volvieron.

Me trajeron un foniatra. Durante semanas nos esforzamos ambos en recuperar el uso de la voz. Los sonidos inarticulados se volvieron inteligibles y llegó el momento de someterme a interrogatorio.

Me dijeron que había dormido durante 41 años. No quería imaginar el estado de deterioro que había alcanzado. 41 años durmiendo, más de la mitad de la vida. Cuando me provoqué la animación suspendida solo tenía 32. Ya sé que dicen que se retarda el envejecimiento … pero me había perdido 41 años de mi vida.
Odiaba a la Compañía, la hacía responsable.

En el interrogatorio me hicieron preguntas. Aquello me agobiaba, así que pedí que me dejaran contar –en la medida que recordara- lo que había vivido en aquel carguero. Luego que hicieran lo que les diera la gana. Si me encontraban culpable, ya había pagado con creces la condena.

La compañía me había asignado a la “Nostromo XIV” lo que ya era un mal augurio: , se pongan como se pongan, era la XIII. Como si saltarse un número la convirtiera en la decimocuarta.

La catástrofe empezó cuando, en el viaje de vuelta, despertamos del estado de animación suspendida. El sistema alertaba de la presencia de intrusos. Pensamos que era un polizón. La vida en las colonias es dura, pero los contratos obligan a cumplir un tiempo. Cobran mucho, pero no es una vida agradable, desde luego. No puedes estar al aire libre, no hay diversiones, no puedes tener mascotas ...

La diversión se reduce a ver las proyecciones que haya traído la última nave en aterrizar: películas con más de dos años de antigüedad; videonoticias o ciberlibros.

Se conocían casos de prófugos. Obreros que se introducían como polizones en las naves de carga para escapar de los planetas, pero antes o después eran descubiertos. Con el tiempo, además, se perfeccionó el sistema de control y si alguno quería esconderse en la bodega o cualquier dependencia de la nave, recibía una descarga eléctrica de alto voltaje.

Esa vez parecía que un intruso había eludido todas las medidas. Buscamos en todos los rincones sin encontrar nada. Kane, el ingeniero, después de dos días de búsqueda empezó a sentirse mal. Debía ser una pequeña herida que se le infectó en una mano. Presentaba dos puntazos profundos. Él decía que se había arañado. Le subió la fiebre. Ash, el sanitario, no sabía qué le pasaba. Pero Kane empeoraba a pesar de los antibióticos y los antitérmicos. Al tercer día desapareció.

La siguiente víctima fue Lambert, la técnica de comunicaciones. Unos días más tarde de la desaparición de Kane llegó al puente hecha un asco. Despeinada, sucia y llena de arañazos y mordiscos. Dijo que había sido el ingeniero desaparecido.

Emprendimos la búsqueda de alguien a quien conocíamos bien. Y lo encontrarmos. Bueno, lo encontró Missi, mi gato. Muerto. Kane se había colgado en uno de los retretes químicos.

La cuestión es que la alarma de intrusos permanecía activa. Así que continuamos la búsqueda del polizón. Cuando nos reuniamos a comer surgían historias de miedo, de posibles entes extraterrestres, de monstruos ... y todos reíamos.

Es curioso. En los últimos 200 años uno de los géneros de más éxito, tanto en cine como en literatura, fue la ciencia ficción y la posibilidad de encontrar vida inteligente en otros planetas. Vida hostil, encima, que generaba guerras salvajes que hacían peligrar la vida en la Tierra.

Hasta el momento –y ya no quedan muchas esperanzas- no se ha encontrado vida de ningún tipo en los cientos de planetas, satélites y asteroides que hemos conquistado. Ni una bacteria.
Es una ventaja, desde luego. Así podemos explotar los recursos mineros con total tranquilidad. Nadie se queja de que destrocemos el paisaje o exterminemos población nativa, sea animal, vegetal o racional. No hay oenegés que hagan campaña contra este tipo de comercio

Dallas, el comandante de la nave, sostenía que Kean se había vuelto loco. Que algo le había afectado. Era su quinto viaje y quizás los largos periodos de letargo le habían provocado algún tipo de alteración neurológica.

Lambert empezó a quejarse de la garganta. Aseguraba que tenía anginas, que le dolía mucho. Se puso agresiva. Robó la dosis de agua de los otros cinco, pero no se la bebió. Después de abrir los botes la tiró al suelo.

Nos cabreamos. Mucho. El agua es algo serio.

Lambert estaba tan furiosa que atacó a Brett con un cuchillo. Le degolló delante de todos y huyó. Ahí es cuando nos dimos cuenta de que estábamos en peligro. Una psicópata estaba suelta por la nave.

Esta vez, para registrar la nave, cogimos armas. No eran armas de fuego, por supuesto. A pesar del blindaje del “Nostromo” no se podían permitir que una bala perdida causara estragos en el fuselaje y si llegaba a atravesar el casco ... todo se había terminado, por supuesto. Llevabamos porras eléctricas y lanzaderas paralizantes.

Fue Dallas quien la encontró escondida en el compartimento de los trajes de exterior mientras intentaba meterse en uno de ellos. Creimos que intentaba huir en la lanzadera de rescate. Dallas, que tenía formación militar, consiguió inmovilizarla con la porra eléctrica. La dejamos encerrada en la enfermería y atada a una camilla.

Su amigo Parker pidió cuidarla. Un día le intentaba dar de comer y ella se lo escupía a la cara. El procuraba calmarla. Cantaba, le daba masajes ... pero Lambert estaba cada vez más irritable ... y le subía la fiebre. Empezó a quejarse de la luz, que le hacía daño, decía. Casi no se la oía, estaba ronca de tanto gritar. Parker se inclinó para poder escuchar lo que decía y ella le arrancó la oreja de un mordisco.

Ash, que vigilaba, entró con una lanzadera paralizante. Puso la máxima potencia y la dejó inconsciente. Poco podía hacer por Parker. Le había arrancado la oreja, pero también media cara. Se desangraba por la carótida.

Los supervivientes discutimos qué podíamos hacer. Ash se mostraba partidario de ejecutar a Lambert. Era la responsable de dos muertes. Dallas decía que tenían que conservarla con vida por varias razones: una que si llegaba muerta nadie iba a creernos y otra que había que saber qué enfermedad la había atacado. Yo abogué por lanzarla al espacio.

No era nada personal. Algunos sistemas de la nave empezaban a fallar. Debíamos concentrar nuestros esfuerzos en resolver en dejar la Nostromo y la carga de mineral a salvo.

Nadie sabe cómo, pero Lambert consiguió liberarse de las ataduras que la mantenían presa en la camilla.

Fue terrible. Oíamos ruidos extraños por todos los pasillos. Vimos sombras que huían por los rincones ... nos volvimos paranoicos. Tanto que Ash me atacó creyendo que era Lambert. Pensé que Ash se había vuelto loco y le rompí el cuello de una patada.

Corrí a contárselo a Dallas, pero lo que me encontré fue con dos cadáveres: él y Lambert.

Los ruidos continuaban en la nave, como si las tripas del “Nostromo” estuvieran descompuestas. ¿Qué demonios hacía allí, en un trasto inmenso lleno de cadáveres y de mineral? Los instrumentos de navegación habían dejado de responder e incluso el mínimo de supervivencia estaba comprometido.

Decidí largarme en la lanzadera de salvamento. De camino al hangar de la pequeña nave encontré un manojo de pelos destrozado. Era Missi. Alguien lo había devorado.

Los ruidos eran cada vez más inquietantes. Era como un correteo furtivo. Y entonces ví al intruso.

Me encerré en el puente de mando y activé el mecanismo de autodestrucción de la “Nostromo”. Aquella nave no podía llegar a la Tierra. A duras penas alcancé la lanzadera. Me puso el traje de exterior y abandoné el carguero. Poco después explotaba.

Cuando la onda expansiva pasó, me abroché el cinturón de seguridad y abrí la compuerta. El vacio engulló todo lo que no estaba atornillado. Fueron solo 5 segundos, pero era suficiente.

Luego me dispuse a dormir. No sabía que lo haría durante más de 40 años. Sólo me hacía una pregunta: ¿Cómo pudimos ser tan ciegos? ¿Por qué ignoramos las señales?

No era fácil interpretarlos. La rabia había sido erradicada hacía por lo menos un siglo. Nunca supe como había regresado. Pero lo que sí estaba claro es que aquella manada de ratas tenía la rabia. ¿Y qué nave mercante no tiene ratas?

En los dominios de Su Graciosa Majestad


A las 6:30 de la mañana (a.m. según la terminología americana), nuestros héroes se aprestaban a volar rumbo a Londres.

- ¡Bien! –dijo Maiterna cuando se enteró, mientras Elena reprimía un saltito de euforia y Daniel las miraba complacido por el efecto que había causado el anuncio.

-Jo, Londres –pensaba Elena- mi primer viaje a Londres …

Así que subieron al avión armados de sus respectivas guías de viaje. Estaban tan nerviosos que apenas habían dormido.

-¿Y si no oigo el despertador?, se había preguntado Maitena la noche anterior.

Miraron los periódicos y cuando se dieron cuenta desembarcaban en Barajas. Como había facturado el equipaje en Manises directamente hasta Heathrow tenían tiempo para desayunar. Desde la terminal 3 fueron andando. Rechazaron el autobús interior que les ahorraría el paseo a pie, pero ¡qué demonios! Tenían tiempo.

Delante de sendas tazas de café planearon el día.

Llegamos, nos registramos en el hotel y nos vamos a callejear por Notting Hill, propuso Maitena.
Mira, Notting Hill queda cerca de Maida Vale –apuntó Elena- luego rodeamos Paddington y llegamos a los canales.

Las dos bobas no parecían darse cuenta de que las distancias en el plano eran a escala.

En el vuelo a Londres les tocó exactamente la última fila. Estaba bien, justo al lado de los retretes, así que si surgía alguna urgencia no tendrían que atravesar todo el estrecho pasillo, enfrentándose a carritos y otros impedimientos.

Surgió, la emergencia. Maitena se dirigió a uno de los cubículos que aparecían libres y volvió inmediatamente ruborizada. Un negro que al parecer no sabía hacer uso del pestillo o que esperaba una oportunidad así, aguardaba dentro. Mira que se rieron cuando aquel hombre, grande como un armario, regresó al asiento.

- Maitena, ¿es verdad lo que dicen?

La otra ventaja de su situación era que estaban delante de lo que se podría definir como el living room de la azafatas. Dado que las líneas aéreas, para reducir costes, habían eliminado casi todos los servicios, las aeromozas no tenían nada que hacer durante las dos horas de viaje, al margen de atender alguna llamada o dar instrucciones durante el despegue o el aterrizaje.

Durante todo el trayecto no pararon de hablar de temas de palpitante actualidad: quién se había hecho una liposucción; dónde cenar aquella noche; planes para el fin de semana … Muy ilustrativo.

Tomaron tierra y pasaron sin dificultad el control de pasaportes, para dirigirse a recoger el equipaje. Tardaba. Por fin salió la maleta de Daniel, pero las otras dos se resistían. Ningún problema, muchos más pasajeros estaban en su misma situación. Apareció la de Maitena. La gente alrededor de la cinta iba desapareciendo y la maleta de Elena se resistía. Hizo tiempo en el corralito de fumadores. Por fin vió como la cinta vomitaba el equipaje.

Ea, ahora al tren ¡13 libras!, qué escándalo. Eso sí, el viaje fue rápido, 15 minutos.

Una vez en el andén, Elena sacó el asa de la maleta y … fiussssss, todo el mecanismo salió volando. Vaya, si apenas la había usado, en fin, tendría que llevarla en la mano, nada de rodar.
Taxi y al hotel, que estaba cerca, de forma que no sufrieron ningún atasco. El hotel no tenía mala pinta. Al norte de Hyde Park cerca de dos estaciones de Central Line. Estupendo, estaban cerca de todo. Se plantaron en el mostrador de recepción, sacaron su bono de hotel y vieron como los empleados sonreían cómplices entre ellos. Claudio, proclamaba la placa que llevaba uno de los recepcionistas. En un perfecto español de Argentina les informó que:

-Hay un problema. Su reserva es para los días 24 y 25.

Los tres notaron como la sangre les bajaba a los pies.

-Pero, ¿se puede solucionar?
-El hotel está lleno hoy y mañana, informó Claudio.

Desde el móvil hablaron con la agencia de viajes:

-Tina, ¿cómo te has podido equivocar con las reservas?

Tina se sacudió la responsabilidad y acusó a la central de Madrid, ni siquiera admitió su error al no comprobar las fechas. Eso sí, se empleó a fondo hablando con la dirección del hotel y consiguió hacer un apaño.

Mientras se sucedían las conversaciones, los tres miraban hacia el parque, confiando en que aquella noche quedara algún banco libre donde acomodarse. Pues sí que empezaba bien el viaje.
Tras un rato de negociaciones, les ofrecieron una habitación sencilla y una doble. Aceptaron. El recepcionista se comprometió a guardarles otra habitación si se producía alguna anulación.

Subieron a dejar el equipaje.

Elena miró el número de la habitación.

-Maitena, ¿tú que lees?
- 138.
-Yo también.

Delante de la puerta de la habitación 138 –después de subir escaleras y recorrer pasillos estrechos llenos de vericueto- dejaron caer el equipaje. Elena pasó dos veces la llave magnética. Nada, aquello solo arrancaba una luz roja.

-Quita, déjame a mí.

Maitena lo intentó de cuatro formas posibles. Inútil. Sacudía furiosa el picaporte, pero la puerta seguía cerrada.

-Espera, igual no han activado la tarjeta.

Elena se dirigió a recepción y por el camino alcanzó a Daniel.
-¿Tú que lees aquí?
- 108, el bolígrafo no ha terminado de marcar el 0.
-Ja ja ja. Espero que no hubiera nadie en la 138, porque le habríamos acojonado intentando entrar por las bravas en la habitación.

Ya en el cuarto correcto, se asearon rápidamente y se lanzaron a las calles pertrechados tras los planos y las guías de viajero. Caminaron hasta Notting Hill y recorrieron sus calles. Maitena iba reconociendo los rincones que aparecían en la dichosa película de la estomagante Julia Roberts.
Consultaron el plano y eligieron el camino para llegar a Maida Vale. Tuvieron que rodear Paddington, ya que una de las calles estaba cortada e impedía el acceso a los canales. Elena empezaba a arrepentirse de haberse calzado las botas de tacón. Encima el pavimento era irregular.

Atravesaron el primer puente de los canales y fueron andando por la orilla del canal hasta Little Venice. Cuanta paz en medio de Londres. Los barcos-restaurante se alineaban en la orilla y los sauces mojaban sus ramas en las serenas aguas. Pasearon entre casas que se asomaban a los canales, vieron parcelas de césped donde niños y perros jugaban y, finalmente, optaron por la ruta turística: a Trafalgar.

Cogieron un autobús y, por supuesto, subieron al piso de arriba, arriesgando su integridad física por los frenazos y volantazos del conductor. Oxford Street era un atasco monumental. Toda la calle aparecía atestada de autobuses rojos que no se movían una pulgada.

Llegaron, a trancas y barrancas, a Picadilly y poco después desembarcaban al lado de la columna de Nelson. Los turistas se subían, sin ningún respeto, a los leones de bronce, haciendo caso omiso a su fiera postura. Delante de las escaleras que conducen a la National Gallery un equipo de cine rodaba una película. El caos habitual de focos, pantallas, cables y mesas de catering. Los viandantes miraban curiosos mientras los extras permanecían quietos en la escalinata. Y desde allí, ¡vaya! la imagen por excelencia. El Big Ben.

Caminaron hacia el río viendo estatuas de militares famosos. ¿Cuándo dejaron los policía británicos de ir desarmados? Dos agentes empuñaban unas escalofriantes metralletas, mientras los helicópteros se mantenían suspendidos en el cielo. Cruzaron el puente de Whitehall, observaron la impresionante noria y decidieron andar por la orilla sur hasta la Tate. Los pies se resentían, pero había que llegar a la Tate antes de que cerrara. Llegaron justo cuando la verja metálica bajaba sobre la puerta principal. Atravesaron de nuevo el Támesis, cuajado de gabarras que a toda velocidad surcaban las aguas arrastrando contenedores, esta vez por el puente de acero peatonal, hasta San Pablo. Allí cogieron el metro para ir a cenar a Whitechapel, donde les habían recomendado un restaurante indio

En la calle cientos de puestos se desmontaban al final del día. Plano en ristre buscaban la calle donde estaba el restaurante. Los pies se quejaban ya de forma escandalosa. Un cuarto de hora más tarde, justo enfrente de otra boca de metro, aparecía la calle buscada. Elena no pudo reprimir un gesto de enfado hacia Daniel, quien se ofreció a buscar el restaurante mientras las mujeres se metían en un pub. Pidieron dos medias pintas y esperaron el regreso de Daniel, quien les informó a su vuelta que el restaurante no estaba mal, pero un poco lejos y, total, toda la calle estaba jalonada de locales similares. Así que entraron en el primero que vieron. Un local amplio y no demasiado hortera. Leyeron atentamente la carta sin entender demasiado.

Les pusieron delante unos tarritos llenos de sustancias desconocidas. El camarero, rápidamente, les informó de lo "hot" que era cada contenido. Elena no prestó demasiada atención. Puso una cucharada de un mejunje en un trozo de pan de pita y lo engulló. Notó como de forma inmediata los labios doblaban su volumen, la lengua se anestesió y dos lagrimones corrían mejillas abajo.
A partir de ese momento, daba igual lo que comiera. Maitena no dejó de quejarse durante toda la cena: de las especias, del olor de la comida, de lo picante …

-Maitena, abre un poco la mente y el paladar
-A Maitena solo le gustan los chuletones y la merluza a la vasca
-¡Dejad de meteros conmigo!
-No tienes espíritu aventurero

Terminaron la cena, pagaron y volvieron al metro. Bajaron en Lancaster Gate y de pronto se miraron en la acera ¿Dónde coño estaba el hotel? Daniel se empeñó que a la izquierda, Elena a la derecha. Y se pusiera como se pusiera Daniel, ella no iba a dar un paso más del necesario. Daniel había vuelto a equivocarse en la elección de la estación. Tuvieron que caminar 15 minutos en la dirección que indicó Elena hasta encontrar el hotel. En recepción informaron que no se había producido ninguna anulación. Subieron resignados a las habitaciones.

Periplo de la pandilla entre Barcelona y Milán

v
La pandilla más torpe de la Galaxia tiene una máxima: perderse por las ciudades; andar todo lo que las suelas sean capaces de aguantar y acabar agotados como si hubieran corrido la maratón.
Barcelona, una de las ciudades más queridas por nuestros héroes, suele ser escenario de algunos de sus despropósitos. En esta ocasión se mostraron prudentes, pero aun así acabaron como Pulgarcito en el bosque.

Lunes a las 8 de la tarde. Daniel propone un paseo por la ciudad antes de ir a cenar ... no se sabe dónde. Maitena lleva el teléfono de un restaurante que le han recomendado hasta el aburrimiento. Por más que llama, nadie contesta. Bueno, ya encontrarán alguno.

Se les añade un espontáneo, Nicola, un italiano poco acostumbrado a darse las soberanas palizas a las que nuestra pandilla está habituada.

Desde el barrio de Gracia hasta el Borne y allí se pierden por las callejuelas. De paso por el Barrio Gótico, una de las chicas propone buscar una tienda de lencería vintage, pero su propuesta no tiene eco. Ella que quería comprarse unas medias de costura ... Otra vez será.

En la plaza del Borne, señor, señor, una tienda con auténticos sombreros de Panamá. Elena entra flechada dispuesta a adquirir uno, pero el modelo que tiene ya está entre sus tesoros más preciados.

Perdidos en el Borne irremisiblemente. Se adentran por callejones y pasadizos. A veces Daniel se adelanta como un sherpa y Elena propone que vaya tirando miguitas de pan.

En el trayecto ven restaurantes que pudieran acogerlos, pero a todos Maitena les pone una pega. Nada nuevo. Maitena jamás se adapta a los gustos de los demás y hay que esperar a que ella encuentre algo que se le acomode.

Llegan hasta el mercado del Borne y ven un precioso escaparate lleno de copas de vino en la cristalera. Dan la vuelta al edificio y ¡oh, sorpresa! Resulta ser el restaurante que con tanta insistencia le han recomendado.

Entran temerosos de que no haya mesa disponible, pero es todavía pronto, las 9:30 y les sientan. El local es sombrío, una velitas rojas encima de la mesa es casi toda la luz de la que disponen. Muy acogedor, pero temen que no se vea lo que ponen en el plato.

Traen la carta. Los precios son escandalosos. Hacen la comanda y Daniel elige un vino. Como preveían, tienen que adivinar lo que hay en el plato, eso sí, escaso.

Pagan una pequeña fortuna por salir con hambre y, de nuevo, Daniel le dice a Maitena que no piensa hacer más caso de sus recomendaciones. La propuesta de tomar una copa es rechazada. Las chicas están cansadas y se espera un día duro.

Dos días más tarde nuestros chicos aterrizan en Milán. El aeropuerto de Malpensa no es precisamente el paradigma de la señalización y después de algunos despistes logran dar con la estación del tren que les llevará hasta la ciudad. El tren es monísimo, los asientos incómodos, pero de un diseño sideral.

Una vez en la estación cogen el metro hasta San Donato, donde se encuentra su hotel. ¡Oh, sorpresa! Salen a un intercambiador de transporte en medio de la nada. Resulta que aquello es una zona de aparcamiento masivo para la gente que vive fuera de Milán. Allí dejan el coche y entran en la ciudad en metro o autobús. Ni rastro del hotel. Ni un jodido taxi.

Preguntan infructuosamente donde puede estar el hotel. Daniel llama para que le envíen un taxi, pero le dicen que naranjas de la China.

Una señora búlgara subida en una bicicleta les indica la calle en la que se encuentra el hotel:

- Sigan recto por esta avenida hasta llegar a la rotonda y luego giren a la derecha.

Joder con la rotonda. Tras más de un kilómetro de marcha arrastrando maletas llegan al cruce. Giran a la derecha disciplinadamente por otra avenida.

-Dos días después ... bromea Daniel

Por fin, tras más de media hora de caminata cargados como acémilas, vislumbran la marquesina del hotel. Tiran las maletas de cualquier manera en la recepción y preguntan urgentemente por la situación de los aseos.

El hotel no está mal. Las habitaciones no son muy grandes, pero aquello tiene buena pinta. Están bien amuebladas y limpias. En el armario no hay calcetines usados como en Bolonia. Un exitazo. La única pega es que está a 30 euros de taxi de la ciudad.

Deshacen las maletas, se dan una ducha y se atavían con vaqueros y zapatillas para vivir el Milán la nuit. Menuda nuit.

Solicitan un taxi que les lleve al restaurante –como no- que ha reservado Maitena. A pesar de la reserva les hacen esperar media hora.

Malditos italianos, ahora no se puede fumar en los locales públicos. La mitad de los clientes está en la puerta fumándose un cigarrillo entre plato y plato. Está más animada la calleja del restaurante que el local.

Se sientan y en eso un llamamiento conminativo: "¿Qué demonios haces aquí, Daniel?". Será que no hay restaurantes en Milán, nos tenían que conocer en éste, piensa Elena. Es como si no hubieran salido de la oficina.

Piden, comen y se marchan. Tanto Maitena como Daniel vuelven a quejarse del precio y la calidad de la cena. Coño con los señoritos. Pues no estaba mal.

lunes, julio 04, 2005

Regreso al futuro, digo, a Bolonia


Aquel viaje empezaba con nefastos augurios. La Pandilla más Torpe de la Galaxia se aprestaba a una nueva aventura en, nada menos, que Bolonia, la plaza donde dieron comienzo sus avatares un año ha.

En esta ocasión viajaban separados. La avanzadilla la constituía Maitena y Daniel. El martes, horas antes de que iniciara su viaje, Elena recibió el siguiente mensaje en el móvil: "Hotel supercutre".

Si ese era el calificativo, teniendo la referencia del año anterior, era para echarse a temblar. Aquel hotel que lucía cuatro esplendorosas estrellas, situado en medio de un polígono industrial, a su vez situado en ninguna parte, en el que los calcetines sucios surgían del armario y los huéspedes de aspecto árabe intentaban colarse en tu habitación (cuya puerta se abría con la llave de cualquier otra habitación) ... pues apañados estábamos.

Se levantó a las 4:30 de la mañana para estar en el aeropuerto a las 6, hora límite de embarque. Tras hora y media de vuelo en primera clase –la agencia esta vez se había equivocado para bien- aterrizó en Malpensa. Cambió de terminal para tomar el enlace a Bolonia y a las 11:30 –tras una carrera suicida en taxi- estaba en el lugar de destino.

Se había abrigado para la ocasión, dado que la tarde anterior las noticias meteorológicas hablaban de frío y desapacible. 27 grados con suéter y chaqueta de entretiempo. Tocaba sudar, a pesar de despojarse de la chaqueta.

Tras varias horas de reuniones terriblemente aburridas –cuánto costaba reprimir los bostezos- llegaba el asueto. Habían alquilado una furgoneta enorme y cómoda, pero inapropiada para circular por las estrechísimas calles del casco viejo de Bolonia, atestadas de ciclistas y motoristas.
Tras muchas vueltas y revueltas encontraron un aparcamiento al módico precio de 4 euros la hora. De allí en taxi –ni idea de dónde se encontraban, las calles eran todas estrechas, las fachadas color siena y las contraventanas verdes- hasta las torres gemelas.

Entraron en Tamburini, un comercio de quesos, embutidos y pasta fresca de lo más acreditado. Los paquetes de comida fueron envueltos como si de regalos se tratara. Hubo quien compró cojones de mulo (que ya hay que tener ganas, a los mulos los cojones no les sirven para nada), parmesano (faltaría más), bresaola y, por supuesto, mozzarella de buffala.

De ahí se aposentaron en la Plaza de San Pancracio a tomar un macciatto. ¡Qué buena tarde hacía! Aprovecharon para dar un vistazo a los escaparates y, si se terciaba, comprar algo.

Maitena se dirigió a su zapatería favorita, Daniel a mercarse una camisa y Elena había visto una sombrerería. Tenían Stetson realmente preciosos. Solo había un problema, la tienda había cerrado.

Todavía vieron algunos escaparates. Los de calzado para hombre lucían los nuevos modelos. Ya no eran zapatos de punta cuadrada y color del cuero natural, eran de punta imposible y colores oscuros, polvorientos.

-¿Ves? Esto se lo pone un italiano y dicen vaya estilazo.
-Y si te lo pones tú, Daniel te llaman Farruquito.
-Elena, el día que te muerdas la lengua te tendré que llevar a urgencias

Se aprecian muchísimo.

Llamaron de nuevo a un taxi para regresar al aparcamiento. El taxista les condujo hasta la salida de la autostrada camino de ... Lido di Savio ¿Dónde demonios quedaba aquello?

Elena dormitaba en el asiento trasero. Hora y media más tarde, por fin, llegaban al pueblo del Adriático donde se alojaban. Torremolinos años 70. Un horror de hotel. Solo faltaba la madre de Norman Bates tras el minúsculo mostrador de recepción.

Cargó la maleta en un ascensor traqueteante que había conocido –décadas atrás- sus mejores momentos. Su habitación estaba en la quinta planta, pero el ascensor solo llegaba hasta el cuarto piso.

Eso sí, la habitación era grande. Fría, pero grande. Buscó la roseta del teléfono para conectar el portátil. No había. El cable del teléfono salía directamente de la pared.

Entró en el baño, la puerta tropezaba con el inodoro. Una mampara de plástico que encajaba mal cerraba la ducha. No había ni gel, ni cepillo de dientes .... solo unas toallas limpias, eso sí, pero raídas.

Miró el techo. El blanco de la pintura presentaba distintos tonos. Todo era terriblemente decrépito. Una repisa de bricolage sostenía en equilibrio inestable una televisión de tamaño minúsculo. A dormir.

Se despertó a las 7 de la mañana. Subió la persiana y vió que tenía una hermosa terraza que daba sobre el mar. El sol pálido del amanecer hacia que la superficie del agua tuviera un aspecto acerado y sereno.

La playa deshabitada desprendía una insólita tristeza. Las terrazas que en verano debían estar abarrotadas de familias bullangueras ahora aparecían como decorados de cine abandonados. Un hombre jugaba con un perro en la orilla, tirándole un palo tras el cual corría.

No era una habitación que invitara a quedarse en ella. Se duchó (el agua tibia tardó una eternidad en salir), se lavó los dientes, hizo el equipaje y se dirigió al comedor a esperar al resto de la pandilla para desayunar.

El bufet del desayuno era tan poco apetitoso –café de máquina, mantequilla y mermelada en tarrinas de plástico y rebanadas de pan- que prefirió no hacer uso.

Un rato más tarde estaban inmersos en un gigantesco atasco en la autopista.

Jornada de Bolonia a ninguna parte


JORNADA DE BOLONIA A NINGUNA PARTE, Y REGRESO, CON LA PANDILLA MÁS TONTA DE LA GALAXIA
¿A quién se le ocurre ponerse esos tacones? Respuesta obvia: a mí.
¿Razón? Caray, las italianas van de punta en blanco, profesionales, pero absolutamente fashion y no voy a ser menos.

Así que desde las 9 de la mañana a las 6 de la tarde he deambulado encaramada a unos tacones concebidos por una mente pervertida y misógina, cargada con varios kilos de papeles de un lado a otro de la demencial feria de Bolonia.

Los cuatro miembros del equipo de trabajo hemos quedado a las 6 de la tarde para regresar juntos al hotel y luego salir a cenar.

Un cuarto de hora antes de la cita me doy cuenta de que estoy exactamente en la otra punta, un kilómetro a pie –pobres pies, ya destrozados después de tantas horas- cargada con revistas, documentos y más papel .... ¿Pero no habíamos quedado en que estábamos en la era digital? Cierto, también llevo un montón de cd’s, pero la misma información que contiene el cd me la han entregado en papel ..... Diabólico.

No ando, me arrastro hasta el lugar de la cita. A medio camino una ráfaga de aire me levanta el vuelo del vestido. De nuevo me pregunto, ¿por qué este vestido? El escote me hace estar permanentemente preocupada por si deja ver más de lo que es decente o elegante y la falda se eleva a cada golpe de viento. Y encima los tacones.

Me cruzo con unos hombres mientras atravieso el inhóspito aparcamiento. Me miran, pero les devuelvo una mirada mezcla de ira y resignación y todos seguimos nuestro camino.

Al fin llego. Maitena me espera. Son las 6 en punto. Ambas nos quejamos de cansancio. Pasan 20 minutos. Los otros dos miembros de la expedición no aparecen. Después de algunas llamadas, Daniel da señales de vida y llega unos minutos más tarde. El cuarto elemento sigue en paradero desconocido. Llama a la 6,30 para comunicar que ¡se ha perdido!

¿Cómo es posible? Lleva 20 años visitando Bolonia .... y se ha perdido. Daniel entra de nuevo en la feria, le indica que se quede quieta y acude al rescate.

A las 7, por fin, el grupo está al completo y salimos a la caza de un taxi. Tras preguntar a vigilantes y policías –mon dieu, que uniformes se gastan- sabemos que la parada de taxis está ..... justamente, a la otra punta de donde estamos. De nuevo caminar un kilómetro, el mismo trayecto que he realizado hace una hora.

Cuando llegamos ...... hay un centenar de personas aguardando un taxi y ninguno a la vista. Los autobuses que bajan al centro de la ciudad pasan constantemente llenos. Paciencia, no pasa nada, tenemos reserva en un restaurante. Ya llegaremos.

Tras una hora y media de espera al fin nos llega el turno. En el trayecto hasta el hotel Daniel indica que no nos dará tiempo a llegar al restaurante que tenemos reservado. El cuarto elemento declina salir, dice no sentirse bien, así que iremos Daniel, Maitena y yo.

Mientras recogemos las llaves de las habitaciones, Maitena coge del mostrador de recepción un folleto de un restaurante. Sugiere que podemos cenar allí. Pregunta al recepcionista si está lejos y éste contesta que no, pero que hay que coger un taxi, no está cercano para ir a pie.

(Se me olvidaba, el hotel está exactamente en medio de ninguna parte y el único medio de locomoción es el taxi que hay que pedir previamente)

Pedimos un taxi, reservamos en el precioso restaurante, "Fresco" se llama, y subimos a ducharnos y cambiarnos de ropa. Media hora más tarde un estupendo Mercedes con un chófer guapísimo nos espera.

Subimos los tres y empezamos a recorrer carreteras comarcales. Al cabo de unos 10 minutos preguntamos si falta mucho y el chófer nos indica que aún unos 10 km, dado que el maldito "Fresco" está a 30 km. del hotel. Eso es cerca, según el criterio del recepcionista.

Daniel asegura que cenaremos fondue, porque ya debemos estar cerca de Francia .....

Llegamos. Efectivamente "Fresco" es un local precioso, por fuera y por dentro. Por dentro demasiado diseño vanguardista. La carta también es de diseño gastronómico y con unos precios que nos dejan aterrorizados. Daniel dice que ni de coña cenamos allí, que es una ruina. Nos tomamos una cerveza y salimos ... a la carretera.

Andamos por la cuneta, de noche. No sabemos ni qué pueblo es el que está más cercano. A unos 400 metros hay una finca iluminada. Maitena asegura que antes pasamos y vió que era un restaurante. Llegamos. Efectivamente, es un restaurante .... cerrado.

Medio kilómetro más de marcha. Vemos el luminoso de un hotel. Al menos intentaremos pasar la noche a cubierto. Los dioses se apiadan de nosotros: cuando llegamos un taxi libre abandona el establecimiento. Nos tiramos prácticamente sobre él y casi le imploramos que nos devuelva a nuestro alojamiento.

Daniel pregunta si conoce algún restaurante cercano a nuestro hotel, cercano de ir andando, aclara. El taxista, muy amable, dice que sí, que hay dos trattorias decentes.

Para en la primera y nos sugiere –es un taxista sensato- que baje uno de nosotros y pregunte si hay mesa, mientras espera, no sea que nos volvamos a quedar tirados en medio de la nada. Sabio consejo. No hay mesa.

Nos lleva a la segunda trattoria que milagrosamente nos acoge.

Pedimos, nos tiramos sobre el queso, la ensalada, la pasta, la cerveza, el pan ... todo lo que nos ponen sobre la mesa. Estamos hambrientos, cansados y muertos de risa.

Maitena –dice Daniel- ni se te ocurra coger nada más de encima de los mostradores. Y el periplo nocturno queda entre nosotros.