jueves, julio 28, 2005

Regalos

El libro es, casi siempre, uno de los regalos más socorridos. Cuando uno no sabe qué regalar, tiene a mano el recurso de "un libro" que además tiene la ventaja de ser unisex.

En mi caso, regalar un libro es también hacer entrega de mis gustos, de mis preferencias lectoras. Porque, seré sincera, no pienso en los gustos del receptor, sino en convertir al obsequio en una doctrina: busco adeptos.

He de reconocer que cuando un libro me gusta especialmente no sólo me harto de recomendarlo, sino que lo regalo en cuanto tengo oportunidad.

La primera novela que regalé repetidas veces fue "Tiempo de silencio" de Luis Martín Santos. Me impactó de tal manera que quise comunicar el descubrimiento a todo el que se ponía a tiro. Mira que era difícil, pero mira que era buena.

Luego me dio por Múgica Laínez, novelista al que aborrecí de pura envidia que me producía su precisión. Y de entre sus obras, "Bomarzo".

Una de las cosas que más me fastidia de mis recurrentes viajes a Italia es que nunca tengo cerca el jardín de Bomarzo para conocerlo. Pero tengo el firme propósito de conseguirlo.

Más adelante descubrí un cuento para niños del que, sin remedio, me enamoré. "El diablo de los números" de Hans Magnus Ezensberger. Y tengo que decir que los obsequiados –tras la sorpresa del título y la temática- acabaron seducidos.

Ahora he descubierto otra novela que me enganchó y que se ha convertido en mi nuevo objeto de regalo: "Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay" de Michael Chabon.

miércoles, julio 20, 2005

Propuesta filoloarqueológica

Hace unos días escuché una palabra que casi había olvidado. Era "acerico". Una palabra que ha caído en desuso porque el objeto al que se aplica ha desaparecido prácticamente.

Y me encanta esa palabra, como muchas que han ido diluyéndose. En este caso, al menos, no ha sido sustituida por un anglicismo.

A mis escasos pero fieles lectores les propongo un pequeño ejercicio: que aportéis una palabra que ya no se utilice y –una pequeña idea malvada para Ispahan- le sirva para entrar en el canal de incógnito.

Por cierto, la definición de acerico es "almohadilla pequeña que sirve para clavar en ella alfileres o agujas".

Hablando de alfileres, ¿os acordáis de aquella frase que decía "iba de 25 alfileres?" .

martes, julio 19, 2005

APTM

APTM, algo así como apartamentos mínimos. ¡Menuda la que montó la Trujillo! Lo que era una propuesta francamente interesante en Construmat –espacios habitables para personas que no precisan de 100 metros cuadrados, dos cuartos de baño completos con bidet- se convirtió en el culebrón de la primavera.

A la Trujillo sólo se le ocurrió que el proyecto le parecía estupendo y que incluso su ministerio quería promover ese tipo de viviendas.

A la pobre le lanzaron dardos desde todos los puntos de la rosa de los vientos.
Leo en una revista, de la que soy algo adicta –su director es amigo mío desde hace años y una bellísima persona- un reportaje que intenta poner las cosas en su sitio. Empieza por decir seguimos viviendo en pisos diseñados con la lógica de hace décadas. Diseños poco razonables para las necesidades actuales, pero, señores, es lo que hay. O lo compra o debajo del puente (el que tenga para comprar, claro)

Estamos ante la tiranía del constructor. Da igual lo que demande el mercado, le ofrece siempre lo mismo. En ese reportaje un arquitecto a quien también conozco y admiro, Juli Capella, hace un brevísimo y agudo análisis. El constructor sigue ofreciendo pisos de tres o cuatro habitaciones, salón comedor, cocina, parquet y dos cuartos de baño.

¿Para qué quiere una persona que vive sola y trabaja cuatro dormitorios? ¿Para qué quiere una cocina si nunca come en casa? ¿Para qué quiere una lavadora que utiliza una vez a la semana? ¿Dónde cojones deja la bicicleta? ¿Para qué quiere un bidet? Esto del bidet es uno de los misterios que nunca he conseguido desentrañar. ¿Por qué es necesario ocupar todo el cuarto de baño con una bañera?

Llueve sobre mojado. Ayer tuve una comida con un arquitecto de mucho fuste y un par de aparejadores. Uno de los temas que se suscitaron fue la manía actual de construir casas como si esto fuera Suecia. Edificios todo cristal que exigen potentes sistemas de calefacción en invierno y no menos potentes sistemas de refrigeración en verano. ¡Pero si los árabes ya descubrieron como mantener una temperatura aceptable en las viviendas! Orientación, muros gruesos que aíslan las habitaciones, ventanas las justas y patios interiores que se convierten en remansos frescos.

Pues no. Mucho cristal, mucho despilfarro energético, viviendas repletas de chismes inútiles y carentes de otros que en los últimos años se han hecho imprescindibles.

lunes, julio 18, 2005

Misterios sin resolver

Existen misterios difíciles de resolver. Hay uno, desde luego, que a mí me lleva de cabeza. Sé que es un misterio menor, doméstico, pero por ello no deja de ser menos inquietante. ¿Tienen vida los pequeños objetos? ¿Las prendas de vestir deciden por sí mismas?

Todo esto viene a cuento de las continuas desapariciones de algo tan humilde como los calcetines. Cuando recojo la ropa puesta a secar, indefectiblemente hay, al menos, un calcetín desparejado.
Ese calcetín viudo queda apartado en un rincón a la espera de que aparezca el perdido. Siempre supongo, inocentemente, que se habrá escondido entre otro montón de ropa que espera su paso por la lavadora. Pero tras días de espera, sigo sin noticias del maldito calcetín. Así que semana tras semana voy haciendo una colección de calcetines huérfanos.

Bueno, en ocasiones aparece el compañero y en otras acabo emparejando dos calcetines que si no forman pareja de derecho, pueden pasar por pareja de hecho.

¿Por qué esa manía de desprenderse de la pareja? ¿Es que huelen mal y no soportan el olor a pies? Digo yo que una vez pasados por agua, detergente y sufrir un proceso de sacudidas mecánicas para terminar con un centrifugado a 1000 revoluciones por minuto, lo del olor ya no es problema.

Además, los dos deben oler igual, por lo que ya deben estar familiarizados.

¿Y quien abandona a quien? ¿Es el superviviente el que encierra al perdido en algún lugar ignoto? ¿Es el desaparecido el que se esconde? Este divorcio calcetinil me tiene preocupada. Además, no existen pautas. Unas veces son los calcetines de deportes, esos blancos y gruesos; otras los de vestir; en ocasiones son esos calcetines de andar por casa, gruesos y con apliques antideslizantes en la planta ... Hasta han desaparecido unos calcetines a rayas con deditos ... una especie de guantes para piés.

Todo esto me recuerda vagamente a una novela de Juan José Millás que se titula "No mires debajo de la cama", en la cual, por la noche, los zapatos cobraban vida y corrían surrealistas aventuras (la novela era flojita, la verdad) Claro, que ... ¿y si son los dragones los que se apropian de los calcetines y anidan en ellos? Voy a tener que hablar seriamente con ellos para que dejen de hacer estas travesuras. Se están tomando muchas confianzas.

Aunque, según una máxima recogida en la Ley de Murphy asegura que una vez que tiras del calcetín desparejado, aparece el compañero. Son ganas de joder.

miércoles, julio 13, 2005

Okupas


Me comenta un amable lector que "El Dragón" podría convertirse en una novela. Por más vueltas que le doy, no veo la manera de transformar a un dragoncillo doméstico en un personaje, siquiera secundario, de una narración más extensa.

A no ser, claro, que incluyera en la misma al resto de okupas de la casa: cinco golondrinas y un chucho mestizo poseído por el pecado de la gula.

Las golondrinas –dos en sus inicios- descubrieron un rincón en el garaje, encima de una tubería, que consideraron adecuado para anidar. Durante semanas los coches aparecieron cubiertos de pellas de barro, empleado en la construcción del pisito. Ya se había expuesto en Barcelona la propuesta de los minipisos.

Por la noche cerrábamos la puerta basculante para evitar las posibles intrusiones de los "malos". A las 6 de la mañana ya estaban las avecillas de guirigay exigiendo perentoriamente su apertura.

Hace cosa de un mes una golondrina permanecía en el nido. Hace cosa de dos semanas aumentó la familia con tres polluelos más feos que picio que reclaman permanentemente comida.

En estas dos semanas los pollos ya tienen un aspecto algo más presentable. Se asoman permanentemente por el borde del nido con el pico abierto esperando que padre o madre les deje algún mosquito cazado al vuelo. En cuanto oyen el menor ruido sacan las cabezas y observan qué pasa. Son feos, pero graciosos.

Mientras tanto, el Gos tiene un mosqueo de campeonato. Está más pelma que nunca (lo que significa más cariñoso) y aguantar un ataque intensivo de fidelidad canina de 65 kilos resulta agotador.

lunes, julio 11, 2005

La pandilla sube el listón

La pandilla más torpe de la galaxia ha concluído que no hace falta viajar al extranjero para hacer el ridículo. ¿Por qué privar a los compatriotas –y sobre todo a los compañeros de trabajo- del gratificante espectáculo que supone verles con cara de panolis?

En una sola tarde dos de sus afamados socios hicieron méritos suficientes para aparecer en el cuadro de honor de tonto del mes.

Dado que los aparcamientos están ocupados, Elena busca una plaza donde dejar su flamante coche –ruedas y batería nuevas del día anterior-. Ve un hueco en un solar y decide: "Ahí me entra".

Lo malo es que una vez en el solar comprueba que no entra y ya que no puede dar la vuelta tiene que recular marcha atrás.

Cras!!!! El coche se queda encajado en la acera, como dejado caer. Las ruedas delanteras patinan en la arena (podrían contratarla parar arar un campo seco) y las traseras se han quedado en el aire. Suplica que no haya jodido los bajos, se haya cargado el tubo de escape o cualquier otro mecanismo que haya rozado en el suelo.

No hay forma de sacarlo. Afortunadamente es la hora de volver al trabajo y en la calle empiezan a aparecer compañeros –vaya, los más flacuchos cuando necesita un superman- que partiéndose de risa le brindan su ayuda.

Lo malo es que cuando cinco hombres se encuentran a una mujer en una situación ridícula y motorizada bastante tienen con cachondearse. Y luego tardan en ponerse de acuerdo en cual es la manera más adecuada de sacar al coche del atolladero.

Tras pruebas del tipo: "Gira las ruedas a la derecha, no a la izquierda, marcha atrás ... pues no, no sale ... A ver, pon la primera ..... uy sigue patinando .... ¿Y si empujamos?? ¡No!!! Atrás no que no tiene apoyo ... Bueno, pues hacia delante ... No podemos, ¡Cómo no vamos a poder cinco tíos!!!!".

Apelar a su virilidad da resultados. Empujan los cinco al tiempo y el coche sale de la trampa.
Tienen para reirse en el café un buen rato.

Daniel prefiere venir en moto estos días. Llega todo sudoroso y con cara de malas pulgas.
Da muestras de estar enterado de la aventura del coche bloqueado en la acera, pero eso no le resulta divertido. Confiesa.

Entre su casa y el trabajo se ha quedado sin gasolina en la moto. Ha llamado pidiendo un taxi, pero le han dicho que tardaría unos 30 minutos. "Para esperar ese tiempo, voy andando".
Así que casco en mano y trajeado se ha puesto camino de la gasolinera más cercana para comprar una garrafilla de combustible.

- Hoy hemos dejado el coeficiente intelectual de este departamento bajo cero, sentencia.

viernes, julio 08, 2005

Feria del Libro

Ir a la Feria del Libro es un ritual que se remonta a cuando era niña. La primera vez que fui, de la mano de mi padre, no tendría más de 9 ó 10 años. Por supuesto, era primavera. Fue un miércoles por la tarde. Lo recuerdo porque los miércoles no teníamos clase por la tarde en el Instituto y era un día que solíamos aprovechar para, entre otras cosas, ir a patinar sobre hielo a la pista que el Real Madrid tenía en la desaparecida Ciudad Deportiva, a apenas 15 minutos a andando desde casa.

Aquel miércoles cogimos el metro en Plaza de Castilla y bajamos en Príncipe de Vergara. No, entonces se llamaba General Mola, qué demonios.

Atravesamos la puerta del Retiro de O’Donnell y caminamos hasta el Paseo de Coches. Entonces no había tantísimas casetas como ahora. No puedo hacer un cálculo exacto, pero serían poco más de un centenar. Los puestos se concentraban en la parte ancha del Paseo, dejando bastante espacio entre las dos filas.

Primero paseamos y miramos las casetas de cada lineal. Mi padre se interesaba por los libros de historia y biografías. Yo curioseaba y más bien no entendía nada, pero miraba las portadas y a veces me atrevía a tomar un volumen entre las manos y darle un vistazo.

Una vez recorrida la feria mi padre me preguntó: "¿Qué quieres que te compre?" Le lleve de la mano hasta la caseta de Editorial Juventud y me entretuve en decidir qué libro me iba a llevar. Me había llamado particularmente la atención un volumen con la cubierta ilustrada. En ella se veía un bote de remos que intentaba no volcar ante monstruosas olas, con las caras de los marineros expresando terror y detrás el tentáculo gigantesco de un pulpo. En grandes letras se leía: "20.000 leguas de viaje submarino".

Había leído ya dos novelas de Julio Verne que tenían mis hermanos: "Un capitán de quince años" y "Los hijos del capitán Grant". Me llevaba a otro capitán entre las manos: Nemo.
Desde aquella primera vez, la visita al Paseo de Coches se convirtió en un hito marcado en el calendario. Esperaba su celebración casi con euforia. Adolescente acudía con mis amigas y compañeras del Instituto (las pluscuamperfectas, nos llamaba el cuadro de profesores, según me enteré tras dejar el centro).

Allí las pluscuamperfectas distribuíamos los libros que íbamos a adquirir, para después prestárnoslos: Baroja, Valle Inclán, Galdós, García Lorca, ... También compramos "El Jarama" o "Tiempo Silencio".

Todavía conservo aquella edición de "Tiempo de Silencio", completamente desencuadernada, con la sobrecubierta de papel rota, ilustrada con la fotografía de un ratón de laboratorio.
Años más tarde me regalaron una edición de tapas duras, pero mi ejemplar deteriorado y manoseado de la novela lo guardo como oro en paño. Durante años era el libro elegido para regalar a las personas que consideraba especiales.

De todos aquellos años recuerdo algunas ediciones. Una vez fui con mi hermana, también por la tarde. Repentinamente se desencadenó una tormenta –ya se sabe que no hay Feria del Libro sin lluvia-. Era una tormenta feroz. Empezó a llover con una fuerza inusitada. A nosotras nos sorprendió mientras mirábamos libros en la caseta de Turner, una de las librerías más bonitas de Madrid, aunque no sé si todavía existe.

Allí nos quedamos, por supuesto, precariamente protegidas por el voladizo del puesto. La gente se agolpaba como podía debajo de aquellas débiles protecciones, mientras el agua formaba una torrentera en medio del paseo de tierra. La lluvia caía con tanta fuerza que formaba burbujas en los charcos, como si el agua hirviera.

A nuestro lado dos chicos con pinta de estudiantes empezaron a hacer bromas en voz alta: "Si ya lo dice mi abuelo, esto de los cohetes de los americanos no puede traer más que desgracias" Y así siguieron durante los 20 minutos o más que duró el chaparrón, mientras que nos partíamos de risa con sus ocurrencias.

Recuerdo también un año en el que alguien tuvo la genialidad de trasladar la Feria del Libro al Pabellón de Cristal de la Casa de Campo. Debieron pensar que era bueno porque así se conjuraba el peligro, más bien la seguridad, de los chubascos feriales. Pero fue un desastre. Ir al Retiro es una cosa, pero ir a la Casa de Campo ... Además, por aquel entonces tampoco existía en aquellos lares el tráfico carnal de estos tiempos.

Como tampoco se había generalizado el aire acondicionado, y estar más de 10 minutos en el Pabellón de Cristal era correr el riesgo de una lipotimia causada por el enorme calor que allí se concentraba y el poderoso olor a sudor rancio.

Nunca más volvió a celebrarse allí la Feria del Libro.

Ahora, cuando se acercan las fechas, planifico el viaje. Hace ya tantos años que no vivo en Madrid que tengo que buscar un fin de semana, de los tres que dura la Feria, para acercarme. Semanas antes empiezo a recopilar títulos susceptibles de ser comprados. Repaso los suplementos culturales de los diarios; busco en internet; recojo sugerencias ...
El pasado domingo busqué las editoriales que me interesaban, las localicé en el plano de las casetas y tracé una ruta.

Me divirtió consultar la información sobre los autores que irán a firmar "ejemplares de sus obras". Ni se me ocurre. Los escritores españoles –salvo una honrosísima excepción- no me gustan. Además, carezco del fetichismo necesario para hacer cola, para comprar un libro que nunca voy a leer, para que me estampen una dedicatoria que ponga a fulanita con cariño ...
Sin embargo sí me gusta observar esas colas de firma. Me asombra, por ejemplo, que decenas y decenas de personas colapsen en angosto paseo para conseguir la firma de ... Boris Izaguirre o de cualquier personaje de esos que se han dado en llamar mediáticos y que para mí no son más que unos inmensos caraduras.

Me asombra el papanatismo de ese público que es capaz de aguantar empujones y pisotones para obtener la firma de Ana Botella, pongo por caso, en un papel que no es un cheque al portador.

Pero también me divierte observar a algunas de esas pájaras que han hecho de la manipulación una suculenta fuente de ingresos poner cara de circunstancias cuando nadie solicita su autógrafo. Fui testigo de la soledad de Marina Castaño, mientras que en la caseta de al lado Antonio Gala –otro fijo- se rompía la muñeca con dedicatorias tópicas.

Este año ya sé que compraré. He descubierto a un francés que me gusta: Pasqal Quignard. Me intriga un joven suicida: Tristán Egolf. Compraré algo de Michael Chabon y de mi admirado Dan Rhodes.

Conseguir un sueño

¿Por qué afirmamos que queremos conseguir un sueño? ¡Qué sandez! Los sueños rara vez se recuerdan y de ellos solo quedan trazos en la memoria. Huellas tan sutiles que en realidad ni siquiera sabemos si corresponden al sueño o a la idealización del mismo.

¿Cómo pretender algo que no recordamos? ¿Sólo por ese rastro?

jueves, julio 07, 2005

La niebla


Penetro en la niebla. Me gusta esa sensación de no saber qué hay unos pasos más allá.

Todo se desdibuja. Es una sensación de blanca oscuridad, de opacidad ficticia, de sombras y sonidos apagados.

Las minúsculas gota de agua se pegan a la piel. A veces, una oleada más espesa se abate sobre todo lo que me rodea. Otras, parece disiparse, pero es una claridad efímera. Enseguida la manta lechosa inunda todo de nuevo.

Más allá de la niebla sigue el mundo. Más allá de lo que los sentidos ignoran está la vida, hermosa y engañosa.

miércoles, julio 06, 2005

El jodido ordenador

El jodido ordenador ha entrado en coma. Mantiene sus constantes vitales, pero no reacciona a los estímulos. Cuando intento abrir un programa el reloj olvida su función y la pantalla entra en animación suspendida.

Además, como el puñetero no ha dejado escrito su testamento vital, es imposible practicarle la eutanasia por las buenas. Hay que proceder a su muerte violenta.

Estoy aburrida de llamar a los conocidos como "expertos". ¡Qué falsedad! Saben tan poco como yo, pero como yo ignoro la amplitud de su desconocimiento, siempre pueden fingir una superioridad tecnológica que yo, ni en sueños, me atrevería a emular.

Así llevo todo el día. Primero les he comunicado la incidencia y me han enviado a un becario jovencito y rubio que debe hacer estragos entre las niñas de su edad. Este muchacho todavía no domina los rudimentos básicos del oficio. Es decir, utilizar muchos términos in-gleses e in-inteligibles para enmascarar lo obvio: que no tiene ni la más leve idea del mal que aqueja al aparato.

Lo intenta, criatura, sin ningún éxito. Procura hacer un apaño, pero fracasa. La vergüenza le domina y se retira, no sin antes prometer que mandará a alguien más cualificado que él.
Cuatro horas más tarde el ignoto más cualificado sigue siendo eso, ignoto. Ni está ni se le espera.

- ¿Hay alguien ahí?
- Sí, llama a Tony o a Quique

Eso hago. Tony, como siempre, da excusas.

- Estoy muy liado. En cuanto pueda voy o te mando a alguien.

Mentira. A las 7 de la tarde la ayuda sigue sin presentarse.

Hasta el momento he usado dos técnicas: la meramente informativa y la suplicante. Pasemos a la tercera: la cabreada.

La cabreada es peligrosa. Suele incluir una queja que se envía al superior jerárquico, más preocupado por ocultar sus ineficacias que en resolver problemas, con copia a la Superioridad, a la Alta Jerarquía, a la Autoridad. Y ahí las cosas empiezan a moverse para gran cabreo de todos.
Es la peor solución, pero es la Solución. Te creas un par de enemigos y la Autoridad, por su lado, piensa que eres débil, incapaz de solucionar un problema tan trivial como ese.

¡Nos ha jodido! Serían suicidas si cuando la Autoridad considera que un programa se retrasa 10 nanosegundos ellos, los informáticos, no perdieran el culo en arreglarlo.

Pero la Solución suele ser la alternativa previa a la comisión de un delito de sangre.

Otra es la de "pues si ellos no hacen su trabajo, a mí plim" ¿Qué se estropea el ordenador? No pasa nada, y si pasa las quejas se redirigen inmediatamente al sufrido maestro armero: "Ah, es que Sistemas no me ha arreglado el ordenador".

Te conviertes en acusica y te ganas el odio eterno de los informáticos, pero no pasa nada, porque el sentimiento es recíproco y, además, ellos empezaron.

Existe también la táctica borde y escandalizante que consiste en preguntar en voz alta, a ser posible con los brazos en jarras: "¿A quien hay que chupársela para que arreglen el ordenador?"
Los idiotas no levantan la mano inmediatamente, aunque parezca mentira. Se esconden detrás de la pantalla fingiendo que no han oído nada. Las chicas dicen: "Jo, qué bruta".

Algún pelagatos se hace el ofendido y contesta que esa no es forma de pedir las cosas. Y, claro, dices que una vez agotados los recursos legítimos ya solo queda la opción de prostituirse "a cambio de que tú, jodido mamón, hagas TU trabajo, para que yo, vago de mierda, pueda hacer el mío".

No hay nada como la camaradería laboral.

Vivir

Vivir, ¿qué entendemos por vivir? Llenarnos de obligaciones y responsabilidades; rodearnos de cosas inútiles; dedicar nuestro tiempo a asuntos tediosos e irrelevantes.

Vivir, para el ser consciente, debería suponer sólo eso: dejarse arrastrar por deseos y necesidades vitales, internas. No impuestas por el entorno.

Dicen que es necesario el sacrificio. Hacer aquello que no nos motiva ni satisface. Vivir más allá de lo razonable, decaer.

¡Maldita ansia de eternidad! Incapacidad para asumir la muerte como algo natural ¡Maldita consciencia de la muerte! Perfección, juventud, salud.

¿No resultan admirables aquellos que renuncian a esas dudosas comodidades? Vivir rápido, morir joven y dejar un hermoso cadáver.

¿Quién nos manda reproducirnos?

¿Por qué, sencillamente, no vivimos?

Cobardía al qué dirán, al daño que podemos causar. La existencia reducida al chantaje, al recuerdo permanente de las deudas emocionales, a la comodidad de sentirse masa.

La ruptura define al vivo, al que no se resigna, al que llaman egoísta, misántropo, marginado, raro, extravagante ... Envidia, nos invade la envidia de aquél que hace LO QUE LE DA LA GANA.

martes, julio 05, 2005

La verdadera historia de la Nostromo


Despertaba. Era una sensación en la piel, notaba el movimiento del aire que alguien, al pasar, desplazaba. No veía ni oía nada. Intenté mover un pié. Ignoro si lo conseguí. Era incapaz de saber qué me pasaba.

Era inconsciente del tiempo. ¿Cuánto estuve así, en vela, pero sin tener la seguridad de las horas que pasaban? Empecé a tener sensaciones. Primero rumores, luego ruidos y, finalmente, palabras. La oscuridad dejó paso a sombras y siluetas para, finalmente, percibir formas y colores.

La garganta seguía negándose a articular palabras, solo gruñidos. Brazos y pies seguían muertos. Notaba, eso sí, movimientos involuntarios que no controlaba, movimientos mecánicos que se repetían con una regularidad de metrónomo.

Fui recuperándome. Empecé a ver figuras a mi alrededor. Oí como expresaban su confianza en que pronto podrían desvelar uno de los misterios que durante décadas había preocupado a la Compañía.

Francamente, no tenía ganas de recordar aquello, pero la inmovilidad no me daba muchas oportunidades de distraerme, así que los recuerdos volvieron.

Me trajeron un foniatra. Durante semanas nos esforzamos ambos en recuperar el uso de la voz. Los sonidos inarticulados se volvieron inteligibles y llegó el momento de someterme a interrogatorio.

Me dijeron que había dormido durante 41 años. No quería imaginar el estado de deterioro que había alcanzado. 41 años durmiendo, más de la mitad de la vida. Cuando me provoqué la animación suspendida solo tenía 32. Ya sé que dicen que se retarda el envejecimiento … pero me había perdido 41 años de mi vida.
Odiaba a la Compañía, la hacía responsable.

En el interrogatorio me hicieron preguntas. Aquello me agobiaba, así que pedí que me dejaran contar –en la medida que recordara- lo que había vivido en aquel carguero. Luego que hicieran lo que les diera la gana. Si me encontraban culpable, ya había pagado con creces la condena.

La compañía me había asignado a la “Nostromo XIV” lo que ya era un mal augurio: , se pongan como se pongan, era la XIII. Como si saltarse un número la convirtiera en la decimocuarta.

La catástrofe empezó cuando, en el viaje de vuelta, despertamos del estado de animación suspendida. El sistema alertaba de la presencia de intrusos. Pensamos que era un polizón. La vida en las colonias es dura, pero los contratos obligan a cumplir un tiempo. Cobran mucho, pero no es una vida agradable, desde luego. No puedes estar al aire libre, no hay diversiones, no puedes tener mascotas ...

La diversión se reduce a ver las proyecciones que haya traído la última nave en aterrizar: películas con más de dos años de antigüedad; videonoticias o ciberlibros.

Se conocían casos de prófugos. Obreros que se introducían como polizones en las naves de carga para escapar de los planetas, pero antes o después eran descubiertos. Con el tiempo, además, se perfeccionó el sistema de control y si alguno quería esconderse en la bodega o cualquier dependencia de la nave, recibía una descarga eléctrica de alto voltaje.

Esa vez parecía que un intruso había eludido todas las medidas. Buscamos en todos los rincones sin encontrar nada. Kane, el ingeniero, después de dos días de búsqueda empezó a sentirse mal. Debía ser una pequeña herida que se le infectó en una mano. Presentaba dos puntazos profundos. Él decía que se había arañado. Le subió la fiebre. Ash, el sanitario, no sabía qué le pasaba. Pero Kane empeoraba a pesar de los antibióticos y los antitérmicos. Al tercer día desapareció.

La siguiente víctima fue Lambert, la técnica de comunicaciones. Unos días más tarde de la desaparición de Kane llegó al puente hecha un asco. Despeinada, sucia y llena de arañazos y mordiscos. Dijo que había sido el ingeniero desaparecido.

Emprendimos la búsqueda de alguien a quien conocíamos bien. Y lo encontrarmos. Bueno, lo encontró Missi, mi gato. Muerto. Kane se había colgado en uno de los retretes químicos.

La cuestión es que la alarma de intrusos permanecía activa. Así que continuamos la búsqueda del polizón. Cuando nos reuniamos a comer surgían historias de miedo, de posibles entes extraterrestres, de monstruos ... y todos reíamos.

Es curioso. En los últimos 200 años uno de los géneros de más éxito, tanto en cine como en literatura, fue la ciencia ficción y la posibilidad de encontrar vida inteligente en otros planetas. Vida hostil, encima, que generaba guerras salvajes que hacían peligrar la vida en la Tierra.

Hasta el momento –y ya no quedan muchas esperanzas- no se ha encontrado vida de ningún tipo en los cientos de planetas, satélites y asteroides que hemos conquistado. Ni una bacteria.
Es una ventaja, desde luego. Así podemos explotar los recursos mineros con total tranquilidad. Nadie se queja de que destrocemos el paisaje o exterminemos población nativa, sea animal, vegetal o racional. No hay oenegés que hagan campaña contra este tipo de comercio

Dallas, el comandante de la nave, sostenía que Kean se había vuelto loco. Que algo le había afectado. Era su quinto viaje y quizás los largos periodos de letargo le habían provocado algún tipo de alteración neurológica.

Lambert empezó a quejarse de la garganta. Aseguraba que tenía anginas, que le dolía mucho. Se puso agresiva. Robó la dosis de agua de los otros cinco, pero no se la bebió. Después de abrir los botes la tiró al suelo.

Nos cabreamos. Mucho. El agua es algo serio.

Lambert estaba tan furiosa que atacó a Brett con un cuchillo. Le degolló delante de todos y huyó. Ahí es cuando nos dimos cuenta de que estábamos en peligro. Una psicópata estaba suelta por la nave.

Esta vez, para registrar la nave, cogimos armas. No eran armas de fuego, por supuesto. A pesar del blindaje del “Nostromo” no se podían permitir que una bala perdida causara estragos en el fuselaje y si llegaba a atravesar el casco ... todo se había terminado, por supuesto. Llevabamos porras eléctricas y lanzaderas paralizantes.

Fue Dallas quien la encontró escondida en el compartimento de los trajes de exterior mientras intentaba meterse en uno de ellos. Creimos que intentaba huir en la lanzadera de rescate. Dallas, que tenía formación militar, consiguió inmovilizarla con la porra eléctrica. La dejamos encerrada en la enfermería y atada a una camilla.

Su amigo Parker pidió cuidarla. Un día le intentaba dar de comer y ella se lo escupía a la cara. El procuraba calmarla. Cantaba, le daba masajes ... pero Lambert estaba cada vez más irritable ... y le subía la fiebre. Empezó a quejarse de la luz, que le hacía daño, decía. Casi no se la oía, estaba ronca de tanto gritar. Parker se inclinó para poder escuchar lo que decía y ella le arrancó la oreja de un mordisco.

Ash, que vigilaba, entró con una lanzadera paralizante. Puso la máxima potencia y la dejó inconsciente. Poco podía hacer por Parker. Le había arrancado la oreja, pero también media cara. Se desangraba por la carótida.

Los supervivientes discutimos qué podíamos hacer. Ash se mostraba partidario de ejecutar a Lambert. Era la responsable de dos muertes. Dallas decía que tenían que conservarla con vida por varias razones: una que si llegaba muerta nadie iba a creernos y otra que había que saber qué enfermedad la había atacado. Yo abogué por lanzarla al espacio.

No era nada personal. Algunos sistemas de la nave empezaban a fallar. Debíamos concentrar nuestros esfuerzos en resolver en dejar la Nostromo y la carga de mineral a salvo.

Nadie sabe cómo, pero Lambert consiguió liberarse de las ataduras que la mantenían presa en la camilla.

Fue terrible. Oíamos ruidos extraños por todos los pasillos. Vimos sombras que huían por los rincones ... nos volvimos paranoicos. Tanto que Ash me atacó creyendo que era Lambert. Pensé que Ash se había vuelto loco y le rompí el cuello de una patada.

Corrí a contárselo a Dallas, pero lo que me encontré fue con dos cadáveres: él y Lambert.

Los ruidos continuaban en la nave, como si las tripas del “Nostromo” estuvieran descompuestas. ¿Qué demonios hacía allí, en un trasto inmenso lleno de cadáveres y de mineral? Los instrumentos de navegación habían dejado de responder e incluso el mínimo de supervivencia estaba comprometido.

Decidí largarme en la lanzadera de salvamento. De camino al hangar de la pequeña nave encontré un manojo de pelos destrozado. Era Missi. Alguien lo había devorado.

Los ruidos eran cada vez más inquietantes. Era como un correteo furtivo. Y entonces ví al intruso.

Me encerré en el puente de mando y activé el mecanismo de autodestrucción de la “Nostromo”. Aquella nave no podía llegar a la Tierra. A duras penas alcancé la lanzadera. Me puso el traje de exterior y abandoné el carguero. Poco después explotaba.

Cuando la onda expansiva pasó, me abroché el cinturón de seguridad y abrí la compuerta. El vacio engulló todo lo que no estaba atornillado. Fueron solo 5 segundos, pero era suficiente.

Luego me dispuse a dormir. No sabía que lo haría durante más de 40 años. Sólo me hacía una pregunta: ¿Cómo pudimos ser tan ciegos? ¿Por qué ignoramos las señales?

No era fácil interpretarlos. La rabia había sido erradicada hacía por lo menos un siglo. Nunca supe como había regresado. Pero lo que sí estaba claro es que aquella manada de ratas tenía la rabia. ¿Y qué nave mercante no tiene ratas?

En los dominios de Su Graciosa Majestad


A las 6:30 de la mañana (a.m. según la terminología americana), nuestros héroes se aprestaban a volar rumbo a Londres.

- ¡Bien! –dijo Maiterna cuando se enteró, mientras Elena reprimía un saltito de euforia y Daniel las miraba complacido por el efecto que había causado el anuncio.

-Jo, Londres –pensaba Elena- mi primer viaje a Londres …

Así que subieron al avión armados de sus respectivas guías de viaje. Estaban tan nerviosos que apenas habían dormido.

-¿Y si no oigo el despertador?, se había preguntado Maitena la noche anterior.

Miraron los periódicos y cuando se dieron cuenta desembarcaban en Barajas. Como había facturado el equipaje en Manises directamente hasta Heathrow tenían tiempo para desayunar. Desde la terminal 3 fueron andando. Rechazaron el autobús interior que les ahorraría el paseo a pie, pero ¡qué demonios! Tenían tiempo.

Delante de sendas tazas de café planearon el día.

Llegamos, nos registramos en el hotel y nos vamos a callejear por Notting Hill, propuso Maitena.
Mira, Notting Hill queda cerca de Maida Vale –apuntó Elena- luego rodeamos Paddington y llegamos a los canales.

Las dos bobas no parecían darse cuenta de que las distancias en el plano eran a escala.

En el vuelo a Londres les tocó exactamente la última fila. Estaba bien, justo al lado de los retretes, así que si surgía alguna urgencia no tendrían que atravesar todo el estrecho pasillo, enfrentándose a carritos y otros impedimientos.

Surgió, la emergencia. Maitena se dirigió a uno de los cubículos que aparecían libres y volvió inmediatamente ruborizada. Un negro que al parecer no sabía hacer uso del pestillo o que esperaba una oportunidad así, aguardaba dentro. Mira que se rieron cuando aquel hombre, grande como un armario, regresó al asiento.

- Maitena, ¿es verdad lo que dicen?

La otra ventaja de su situación era que estaban delante de lo que se podría definir como el living room de la azafatas. Dado que las líneas aéreas, para reducir costes, habían eliminado casi todos los servicios, las aeromozas no tenían nada que hacer durante las dos horas de viaje, al margen de atender alguna llamada o dar instrucciones durante el despegue o el aterrizaje.

Durante todo el trayecto no pararon de hablar de temas de palpitante actualidad: quién se había hecho una liposucción; dónde cenar aquella noche; planes para el fin de semana … Muy ilustrativo.

Tomaron tierra y pasaron sin dificultad el control de pasaportes, para dirigirse a recoger el equipaje. Tardaba. Por fin salió la maleta de Daniel, pero las otras dos se resistían. Ningún problema, muchos más pasajeros estaban en su misma situación. Apareció la de Maitena. La gente alrededor de la cinta iba desapareciendo y la maleta de Elena se resistía. Hizo tiempo en el corralito de fumadores. Por fin vió como la cinta vomitaba el equipaje.

Ea, ahora al tren ¡13 libras!, qué escándalo. Eso sí, el viaje fue rápido, 15 minutos.

Una vez en el andén, Elena sacó el asa de la maleta y … fiussssss, todo el mecanismo salió volando. Vaya, si apenas la había usado, en fin, tendría que llevarla en la mano, nada de rodar.
Taxi y al hotel, que estaba cerca, de forma que no sufrieron ningún atasco. El hotel no tenía mala pinta. Al norte de Hyde Park cerca de dos estaciones de Central Line. Estupendo, estaban cerca de todo. Se plantaron en el mostrador de recepción, sacaron su bono de hotel y vieron como los empleados sonreían cómplices entre ellos. Claudio, proclamaba la placa que llevaba uno de los recepcionistas. En un perfecto español de Argentina les informó que:

-Hay un problema. Su reserva es para los días 24 y 25.

Los tres notaron como la sangre les bajaba a los pies.

-Pero, ¿se puede solucionar?
-El hotel está lleno hoy y mañana, informó Claudio.

Desde el móvil hablaron con la agencia de viajes:

-Tina, ¿cómo te has podido equivocar con las reservas?

Tina se sacudió la responsabilidad y acusó a la central de Madrid, ni siquiera admitió su error al no comprobar las fechas. Eso sí, se empleó a fondo hablando con la dirección del hotel y consiguió hacer un apaño.

Mientras se sucedían las conversaciones, los tres miraban hacia el parque, confiando en que aquella noche quedara algún banco libre donde acomodarse. Pues sí que empezaba bien el viaje.
Tras un rato de negociaciones, les ofrecieron una habitación sencilla y una doble. Aceptaron. El recepcionista se comprometió a guardarles otra habitación si se producía alguna anulación.

Subieron a dejar el equipaje.

Elena miró el número de la habitación.

-Maitena, ¿tú que lees?
- 138.
-Yo también.

Delante de la puerta de la habitación 138 –después de subir escaleras y recorrer pasillos estrechos llenos de vericueto- dejaron caer el equipaje. Elena pasó dos veces la llave magnética. Nada, aquello solo arrancaba una luz roja.

-Quita, déjame a mí.

Maitena lo intentó de cuatro formas posibles. Inútil. Sacudía furiosa el picaporte, pero la puerta seguía cerrada.

-Espera, igual no han activado la tarjeta.

Elena se dirigió a recepción y por el camino alcanzó a Daniel.
-¿Tú que lees aquí?
- 108, el bolígrafo no ha terminado de marcar el 0.
-Ja ja ja. Espero que no hubiera nadie en la 138, porque le habríamos acojonado intentando entrar por las bravas en la habitación.

Ya en el cuarto correcto, se asearon rápidamente y se lanzaron a las calles pertrechados tras los planos y las guías de viajero. Caminaron hasta Notting Hill y recorrieron sus calles. Maitena iba reconociendo los rincones que aparecían en la dichosa película de la estomagante Julia Roberts.
Consultaron el plano y eligieron el camino para llegar a Maida Vale. Tuvieron que rodear Paddington, ya que una de las calles estaba cortada e impedía el acceso a los canales. Elena empezaba a arrepentirse de haberse calzado las botas de tacón. Encima el pavimento era irregular.

Atravesaron el primer puente de los canales y fueron andando por la orilla del canal hasta Little Venice. Cuanta paz en medio de Londres. Los barcos-restaurante se alineaban en la orilla y los sauces mojaban sus ramas en las serenas aguas. Pasearon entre casas que se asomaban a los canales, vieron parcelas de césped donde niños y perros jugaban y, finalmente, optaron por la ruta turística: a Trafalgar.

Cogieron un autobús y, por supuesto, subieron al piso de arriba, arriesgando su integridad física por los frenazos y volantazos del conductor. Oxford Street era un atasco monumental. Toda la calle aparecía atestada de autobuses rojos que no se movían una pulgada.

Llegaron, a trancas y barrancas, a Picadilly y poco después desembarcaban al lado de la columna de Nelson. Los turistas se subían, sin ningún respeto, a los leones de bronce, haciendo caso omiso a su fiera postura. Delante de las escaleras que conducen a la National Gallery un equipo de cine rodaba una película. El caos habitual de focos, pantallas, cables y mesas de catering. Los viandantes miraban curiosos mientras los extras permanecían quietos en la escalinata. Y desde allí, ¡vaya! la imagen por excelencia. El Big Ben.

Caminaron hacia el río viendo estatuas de militares famosos. ¿Cuándo dejaron los policía británicos de ir desarmados? Dos agentes empuñaban unas escalofriantes metralletas, mientras los helicópteros se mantenían suspendidos en el cielo. Cruzaron el puente de Whitehall, observaron la impresionante noria y decidieron andar por la orilla sur hasta la Tate. Los pies se resentían, pero había que llegar a la Tate antes de que cerrara. Llegaron justo cuando la verja metálica bajaba sobre la puerta principal. Atravesaron de nuevo el Támesis, cuajado de gabarras que a toda velocidad surcaban las aguas arrastrando contenedores, esta vez por el puente de acero peatonal, hasta San Pablo. Allí cogieron el metro para ir a cenar a Whitechapel, donde les habían recomendado un restaurante indio

En la calle cientos de puestos se desmontaban al final del día. Plano en ristre buscaban la calle donde estaba el restaurante. Los pies se quejaban ya de forma escandalosa. Un cuarto de hora más tarde, justo enfrente de otra boca de metro, aparecía la calle buscada. Elena no pudo reprimir un gesto de enfado hacia Daniel, quien se ofreció a buscar el restaurante mientras las mujeres se metían en un pub. Pidieron dos medias pintas y esperaron el regreso de Daniel, quien les informó a su vuelta que el restaurante no estaba mal, pero un poco lejos y, total, toda la calle estaba jalonada de locales similares. Así que entraron en el primero que vieron. Un local amplio y no demasiado hortera. Leyeron atentamente la carta sin entender demasiado.

Les pusieron delante unos tarritos llenos de sustancias desconocidas. El camarero, rápidamente, les informó de lo "hot" que era cada contenido. Elena no prestó demasiada atención. Puso una cucharada de un mejunje en un trozo de pan de pita y lo engulló. Notó como de forma inmediata los labios doblaban su volumen, la lengua se anestesió y dos lagrimones corrían mejillas abajo.
A partir de ese momento, daba igual lo que comiera. Maitena no dejó de quejarse durante toda la cena: de las especias, del olor de la comida, de lo picante …

-Maitena, abre un poco la mente y el paladar
-A Maitena solo le gustan los chuletones y la merluza a la vasca
-¡Dejad de meteros conmigo!
-No tienes espíritu aventurero

Terminaron la cena, pagaron y volvieron al metro. Bajaron en Lancaster Gate y de pronto se miraron en la acera ¿Dónde coño estaba el hotel? Daniel se empeñó que a la izquierda, Elena a la derecha. Y se pusiera como se pusiera Daniel, ella no iba a dar un paso más del necesario. Daniel había vuelto a equivocarse en la elección de la estación. Tuvieron que caminar 15 minutos en la dirección que indicó Elena hasta encontrar el hotel. En recepción informaron que no se había producido ninguna anulación. Subieron resignados a las habitaciones.

Periplo de la pandilla entre Barcelona y Milán

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La pandilla más torpe de la Galaxia tiene una máxima: perderse por las ciudades; andar todo lo que las suelas sean capaces de aguantar y acabar agotados como si hubieran corrido la maratón.
Barcelona, una de las ciudades más queridas por nuestros héroes, suele ser escenario de algunos de sus despropósitos. En esta ocasión se mostraron prudentes, pero aun así acabaron como Pulgarcito en el bosque.

Lunes a las 8 de la tarde. Daniel propone un paseo por la ciudad antes de ir a cenar ... no se sabe dónde. Maitena lleva el teléfono de un restaurante que le han recomendado hasta el aburrimiento. Por más que llama, nadie contesta. Bueno, ya encontrarán alguno.

Se les añade un espontáneo, Nicola, un italiano poco acostumbrado a darse las soberanas palizas a las que nuestra pandilla está habituada.

Desde el barrio de Gracia hasta el Borne y allí se pierden por las callejuelas. De paso por el Barrio Gótico, una de las chicas propone buscar una tienda de lencería vintage, pero su propuesta no tiene eco. Ella que quería comprarse unas medias de costura ... Otra vez será.

En la plaza del Borne, señor, señor, una tienda con auténticos sombreros de Panamá. Elena entra flechada dispuesta a adquirir uno, pero el modelo que tiene ya está entre sus tesoros más preciados.

Perdidos en el Borne irremisiblemente. Se adentran por callejones y pasadizos. A veces Daniel se adelanta como un sherpa y Elena propone que vaya tirando miguitas de pan.

En el trayecto ven restaurantes que pudieran acogerlos, pero a todos Maitena les pone una pega. Nada nuevo. Maitena jamás se adapta a los gustos de los demás y hay que esperar a que ella encuentre algo que se le acomode.

Llegan hasta el mercado del Borne y ven un precioso escaparate lleno de copas de vino en la cristalera. Dan la vuelta al edificio y ¡oh, sorpresa! Resulta ser el restaurante que con tanta insistencia le han recomendado.

Entran temerosos de que no haya mesa disponible, pero es todavía pronto, las 9:30 y les sientan. El local es sombrío, una velitas rojas encima de la mesa es casi toda la luz de la que disponen. Muy acogedor, pero temen que no se vea lo que ponen en el plato.

Traen la carta. Los precios son escandalosos. Hacen la comanda y Daniel elige un vino. Como preveían, tienen que adivinar lo que hay en el plato, eso sí, escaso.

Pagan una pequeña fortuna por salir con hambre y, de nuevo, Daniel le dice a Maitena que no piensa hacer más caso de sus recomendaciones. La propuesta de tomar una copa es rechazada. Las chicas están cansadas y se espera un día duro.

Dos días más tarde nuestros chicos aterrizan en Milán. El aeropuerto de Malpensa no es precisamente el paradigma de la señalización y después de algunos despistes logran dar con la estación del tren que les llevará hasta la ciudad. El tren es monísimo, los asientos incómodos, pero de un diseño sideral.

Una vez en la estación cogen el metro hasta San Donato, donde se encuentra su hotel. ¡Oh, sorpresa! Salen a un intercambiador de transporte en medio de la nada. Resulta que aquello es una zona de aparcamiento masivo para la gente que vive fuera de Milán. Allí dejan el coche y entran en la ciudad en metro o autobús. Ni rastro del hotel. Ni un jodido taxi.

Preguntan infructuosamente donde puede estar el hotel. Daniel llama para que le envíen un taxi, pero le dicen que naranjas de la China.

Una señora búlgara subida en una bicicleta les indica la calle en la que se encuentra el hotel:

- Sigan recto por esta avenida hasta llegar a la rotonda y luego giren a la derecha.

Joder con la rotonda. Tras más de un kilómetro de marcha arrastrando maletas llegan al cruce. Giran a la derecha disciplinadamente por otra avenida.

-Dos días después ... bromea Daniel

Por fin, tras más de media hora de caminata cargados como acémilas, vislumbran la marquesina del hotel. Tiran las maletas de cualquier manera en la recepción y preguntan urgentemente por la situación de los aseos.

El hotel no está mal. Las habitaciones no son muy grandes, pero aquello tiene buena pinta. Están bien amuebladas y limpias. En el armario no hay calcetines usados como en Bolonia. Un exitazo. La única pega es que está a 30 euros de taxi de la ciudad.

Deshacen las maletas, se dan una ducha y se atavían con vaqueros y zapatillas para vivir el Milán la nuit. Menuda nuit.

Solicitan un taxi que les lleve al restaurante –como no- que ha reservado Maitena. A pesar de la reserva les hacen esperar media hora.

Malditos italianos, ahora no se puede fumar en los locales públicos. La mitad de los clientes está en la puerta fumándose un cigarrillo entre plato y plato. Está más animada la calleja del restaurante que el local.

Se sientan y en eso un llamamiento conminativo: "¿Qué demonios haces aquí, Daniel?". Será que no hay restaurantes en Milán, nos tenían que conocer en éste, piensa Elena. Es como si no hubieran salido de la oficina.

Piden, comen y se marchan. Tanto Maitena como Daniel vuelven a quejarse del precio y la calidad de la cena. Coño con los señoritos. Pues no estaba mal.

lunes, julio 04, 2005

Regreso al futuro, digo, a Bolonia


Aquel viaje empezaba con nefastos augurios. La Pandilla más Torpe de la Galaxia se aprestaba a una nueva aventura en, nada menos, que Bolonia, la plaza donde dieron comienzo sus avatares un año ha.

En esta ocasión viajaban separados. La avanzadilla la constituía Maitena y Daniel. El martes, horas antes de que iniciara su viaje, Elena recibió el siguiente mensaje en el móvil: "Hotel supercutre".

Si ese era el calificativo, teniendo la referencia del año anterior, era para echarse a temblar. Aquel hotel que lucía cuatro esplendorosas estrellas, situado en medio de un polígono industrial, a su vez situado en ninguna parte, en el que los calcetines sucios surgían del armario y los huéspedes de aspecto árabe intentaban colarse en tu habitación (cuya puerta se abría con la llave de cualquier otra habitación) ... pues apañados estábamos.

Se levantó a las 4:30 de la mañana para estar en el aeropuerto a las 6, hora límite de embarque. Tras hora y media de vuelo en primera clase –la agencia esta vez se había equivocado para bien- aterrizó en Malpensa. Cambió de terminal para tomar el enlace a Bolonia y a las 11:30 –tras una carrera suicida en taxi- estaba en el lugar de destino.

Se había abrigado para la ocasión, dado que la tarde anterior las noticias meteorológicas hablaban de frío y desapacible. 27 grados con suéter y chaqueta de entretiempo. Tocaba sudar, a pesar de despojarse de la chaqueta.

Tras varias horas de reuniones terriblemente aburridas –cuánto costaba reprimir los bostezos- llegaba el asueto. Habían alquilado una furgoneta enorme y cómoda, pero inapropiada para circular por las estrechísimas calles del casco viejo de Bolonia, atestadas de ciclistas y motoristas.
Tras muchas vueltas y revueltas encontraron un aparcamiento al módico precio de 4 euros la hora. De allí en taxi –ni idea de dónde se encontraban, las calles eran todas estrechas, las fachadas color siena y las contraventanas verdes- hasta las torres gemelas.

Entraron en Tamburini, un comercio de quesos, embutidos y pasta fresca de lo más acreditado. Los paquetes de comida fueron envueltos como si de regalos se tratara. Hubo quien compró cojones de mulo (que ya hay que tener ganas, a los mulos los cojones no les sirven para nada), parmesano (faltaría más), bresaola y, por supuesto, mozzarella de buffala.

De ahí se aposentaron en la Plaza de San Pancracio a tomar un macciatto. ¡Qué buena tarde hacía! Aprovecharon para dar un vistazo a los escaparates y, si se terciaba, comprar algo.

Maitena se dirigió a su zapatería favorita, Daniel a mercarse una camisa y Elena había visto una sombrerería. Tenían Stetson realmente preciosos. Solo había un problema, la tienda había cerrado.

Todavía vieron algunos escaparates. Los de calzado para hombre lucían los nuevos modelos. Ya no eran zapatos de punta cuadrada y color del cuero natural, eran de punta imposible y colores oscuros, polvorientos.

-¿Ves? Esto se lo pone un italiano y dicen vaya estilazo.
-Y si te lo pones tú, Daniel te llaman Farruquito.
-Elena, el día que te muerdas la lengua te tendré que llevar a urgencias

Se aprecian muchísimo.

Llamaron de nuevo a un taxi para regresar al aparcamiento. El taxista les condujo hasta la salida de la autostrada camino de ... Lido di Savio ¿Dónde demonios quedaba aquello?

Elena dormitaba en el asiento trasero. Hora y media más tarde, por fin, llegaban al pueblo del Adriático donde se alojaban. Torremolinos años 70. Un horror de hotel. Solo faltaba la madre de Norman Bates tras el minúsculo mostrador de recepción.

Cargó la maleta en un ascensor traqueteante que había conocido –décadas atrás- sus mejores momentos. Su habitación estaba en la quinta planta, pero el ascensor solo llegaba hasta el cuarto piso.

Eso sí, la habitación era grande. Fría, pero grande. Buscó la roseta del teléfono para conectar el portátil. No había. El cable del teléfono salía directamente de la pared.

Entró en el baño, la puerta tropezaba con el inodoro. Una mampara de plástico que encajaba mal cerraba la ducha. No había ni gel, ni cepillo de dientes .... solo unas toallas limpias, eso sí, pero raídas.

Miró el techo. El blanco de la pintura presentaba distintos tonos. Todo era terriblemente decrépito. Una repisa de bricolage sostenía en equilibrio inestable una televisión de tamaño minúsculo. A dormir.

Se despertó a las 7 de la mañana. Subió la persiana y vió que tenía una hermosa terraza que daba sobre el mar. El sol pálido del amanecer hacia que la superficie del agua tuviera un aspecto acerado y sereno.

La playa deshabitada desprendía una insólita tristeza. Las terrazas que en verano debían estar abarrotadas de familias bullangueras ahora aparecían como decorados de cine abandonados. Un hombre jugaba con un perro en la orilla, tirándole un palo tras el cual corría.

No era una habitación que invitara a quedarse en ella. Se duchó (el agua tibia tardó una eternidad en salir), se lavó los dientes, hizo el equipaje y se dirigió al comedor a esperar al resto de la pandilla para desayunar.

El bufet del desayuno era tan poco apetitoso –café de máquina, mantequilla y mermelada en tarrinas de plástico y rebanadas de pan- que prefirió no hacer uso.

Un rato más tarde estaban inmersos en un gigantesco atasco en la autopista.

Jornada de Bolonia a ninguna parte


JORNADA DE BOLONIA A NINGUNA PARTE, Y REGRESO, CON LA PANDILLA MÁS TONTA DE LA GALAXIA
¿A quién se le ocurre ponerse esos tacones? Respuesta obvia: a mí.
¿Razón? Caray, las italianas van de punta en blanco, profesionales, pero absolutamente fashion y no voy a ser menos.

Así que desde las 9 de la mañana a las 6 de la tarde he deambulado encaramada a unos tacones concebidos por una mente pervertida y misógina, cargada con varios kilos de papeles de un lado a otro de la demencial feria de Bolonia.

Los cuatro miembros del equipo de trabajo hemos quedado a las 6 de la tarde para regresar juntos al hotel y luego salir a cenar.

Un cuarto de hora antes de la cita me doy cuenta de que estoy exactamente en la otra punta, un kilómetro a pie –pobres pies, ya destrozados después de tantas horas- cargada con revistas, documentos y más papel .... ¿Pero no habíamos quedado en que estábamos en la era digital? Cierto, también llevo un montón de cd’s, pero la misma información que contiene el cd me la han entregado en papel ..... Diabólico.

No ando, me arrastro hasta el lugar de la cita. A medio camino una ráfaga de aire me levanta el vuelo del vestido. De nuevo me pregunto, ¿por qué este vestido? El escote me hace estar permanentemente preocupada por si deja ver más de lo que es decente o elegante y la falda se eleva a cada golpe de viento. Y encima los tacones.

Me cruzo con unos hombres mientras atravieso el inhóspito aparcamiento. Me miran, pero les devuelvo una mirada mezcla de ira y resignación y todos seguimos nuestro camino.

Al fin llego. Maitena me espera. Son las 6 en punto. Ambas nos quejamos de cansancio. Pasan 20 minutos. Los otros dos miembros de la expedición no aparecen. Después de algunas llamadas, Daniel da señales de vida y llega unos minutos más tarde. El cuarto elemento sigue en paradero desconocido. Llama a la 6,30 para comunicar que ¡se ha perdido!

¿Cómo es posible? Lleva 20 años visitando Bolonia .... y se ha perdido. Daniel entra de nuevo en la feria, le indica que se quede quieta y acude al rescate.

A las 7, por fin, el grupo está al completo y salimos a la caza de un taxi. Tras preguntar a vigilantes y policías –mon dieu, que uniformes se gastan- sabemos que la parada de taxis está ..... justamente, a la otra punta de donde estamos. De nuevo caminar un kilómetro, el mismo trayecto que he realizado hace una hora.

Cuando llegamos ...... hay un centenar de personas aguardando un taxi y ninguno a la vista. Los autobuses que bajan al centro de la ciudad pasan constantemente llenos. Paciencia, no pasa nada, tenemos reserva en un restaurante. Ya llegaremos.

Tras una hora y media de espera al fin nos llega el turno. En el trayecto hasta el hotel Daniel indica que no nos dará tiempo a llegar al restaurante que tenemos reservado. El cuarto elemento declina salir, dice no sentirse bien, así que iremos Daniel, Maitena y yo.

Mientras recogemos las llaves de las habitaciones, Maitena coge del mostrador de recepción un folleto de un restaurante. Sugiere que podemos cenar allí. Pregunta al recepcionista si está lejos y éste contesta que no, pero que hay que coger un taxi, no está cercano para ir a pie.

(Se me olvidaba, el hotel está exactamente en medio de ninguna parte y el único medio de locomoción es el taxi que hay que pedir previamente)

Pedimos un taxi, reservamos en el precioso restaurante, "Fresco" se llama, y subimos a ducharnos y cambiarnos de ropa. Media hora más tarde un estupendo Mercedes con un chófer guapísimo nos espera.

Subimos los tres y empezamos a recorrer carreteras comarcales. Al cabo de unos 10 minutos preguntamos si falta mucho y el chófer nos indica que aún unos 10 km, dado que el maldito "Fresco" está a 30 km. del hotel. Eso es cerca, según el criterio del recepcionista.

Daniel asegura que cenaremos fondue, porque ya debemos estar cerca de Francia .....

Llegamos. Efectivamente "Fresco" es un local precioso, por fuera y por dentro. Por dentro demasiado diseño vanguardista. La carta también es de diseño gastronómico y con unos precios que nos dejan aterrorizados. Daniel dice que ni de coña cenamos allí, que es una ruina. Nos tomamos una cerveza y salimos ... a la carretera.

Andamos por la cuneta, de noche. No sabemos ni qué pueblo es el que está más cercano. A unos 400 metros hay una finca iluminada. Maitena asegura que antes pasamos y vió que era un restaurante. Llegamos. Efectivamente, es un restaurante .... cerrado.

Medio kilómetro más de marcha. Vemos el luminoso de un hotel. Al menos intentaremos pasar la noche a cubierto. Los dioses se apiadan de nosotros: cuando llegamos un taxi libre abandona el establecimiento. Nos tiramos prácticamente sobre él y casi le imploramos que nos devuelva a nuestro alojamiento.

Daniel pregunta si conoce algún restaurante cercano a nuestro hotel, cercano de ir andando, aclara. El taxista, muy amable, dice que sí, que hay dos trattorias decentes.

Para en la primera y nos sugiere –es un taxista sensato- que baje uno de nosotros y pregunte si hay mesa, mientras espera, no sea que nos volvamos a quedar tirados en medio de la nada. Sabio consejo. No hay mesa.

Nos lleva a la segunda trattoria que milagrosamente nos acoge.

Pedimos, nos tiramos sobre el queso, la ensalada, la pasta, la cerveza, el pan ... todo lo que nos ponen sobre la mesa. Estamos hambrientos, cansados y muertos de risa.

Maitena –dice Daniel- ni se te ocurra coger nada más de encima de los mostradores. Y el periplo nocturno queda entre nosotros.

El dragón



Ha vuelto. No sé si es el mismo del año pasado, pues resulta difícil distinguirlos. Desafía las leyes de la física pegado a la pared. No sé por dónde ha entrado. Con el frío que hace rara vez se abren las ventanas y él no es precisamente rápido. O sí. No lo sé. Lo cierto es que nunca le he visto moverse.

Siempre está inmóvil. Hasta las minúsculas bolas negras de sus ojos permanecen quietas. Su piel adquiere un color amarillento que le hace casi confundirse con la pintura de la pared.

Cuando le veo grito: ¡Ha vuelto el dragón!. Las chicas, que ya están en la cama, asoman por la puerta de las habitaciones y con cara de sueño preguntan dónde está. Le dan un vistazo y vuelven a las sábanas.

Me gusta tenerle en casa. Dicen que da buena suerte.

A mí me producen ternura. Tan indefensos, tan pequeños y siempre habitando en lugares insólitos. Una vez encontré uno tan pequeño que era como mi dedo meñique. Parecía perdido. Se dejó coger y lo devolví al jardín. Ahora les dejo que campen por las paredes y los techos.

Me da tanta alegría verlo que busco el teléfono, a estas horas de la noche ya apagado, lo conecto y le hago una foto. Es el dragón de la familia. O quizás sea al revés, que nos haya adoptado él.
Repito la foto tres veces, me sale movida ya que no tengo un punto de apoyo. La última, aunque no es perfecta, la guardo. Puede servir.

Por la mañana ha desaparecido. No importa. Está en casa y cuando a él le venga bien volverá a dejarse ver. Quieto, como un bajorrelieve cincelado en escayola.

La burra de Vallada

Al sur de Valencia, camino de Albacete, se extiende La Costera. Paradójico nombre para una comarca de interior alejada de la costa. La Costera es solar de villas célebres como Játiva –cuna de Pontífices-; Montesa, que aún conserva los restos del castillo de la Orden de Caballería a la que da nombre; o Mogente, lugar donde se encontró el hermoso guerrero de bronce que nos dejó el arte ibero.

Junto a estos pueblos de rancia historia hay otros cuyo único mérito es la laboriosidad agrícola e industrial, que es el caso de Vallada. Poblacho destartalado y sin ninguna gracia, pero con unos feraces campos y montes circundantes.

Ya que no en historia o arte, Vallada intenta competir con sus vecinos en otros ámbitos. No se sabe por qué razón, es una población muy pía. Todos los años en fechas decembrinas monta un Pesebre al que los valladinos le tienen mucha estima.

Sin embargo, esta iniciativa ha sido siempre objeto de chanzas por parte de los más profanos vecinos de Mogente. Año tras año, las pandillas mogentinas -con premeditación, nocturnidad y alevosía- robaban la burra del Pesebre y la paseaban por las calles de su villa con gran regocijo y alboroto.

Tras el hurto y el escarnio, los vecinos de Vallada reclamaban la devolución de la pollina y, tras una pantomima de tira y afloja, retornaba.

Pero hete aquí que las pasadas Navidades las circunstancias que rodean al ya tradicional robo y devolución de la burra se tornaron.

Los valladinos, quizás cansados de sufrir año tras año la misma humillación, tomaron medidas preventivas. En el bando mogentí se produjo además un cambio generacional en su particular "kale borroka".

La cuestión es que la noche del robo la alegre muchachada procedente de Mogente se encontró que la burra estaba atornillada al suelo. Esa precaución, por el contrario, no se había adoptado con resto de figuras, que hasta el momento no habían despertado la codicia de los mogentíes.
En vista de que el asno era inaccesible, los jóvenes gamberros tomaron una decisión: robaron la figura de la Mare de Deu y descabezaron a la pobre burra. Añadieron la profanación al destrozo, sustituyendo la conmovedora cabeza de la Virgen por la del animal y de esa guisa, con gran alborozo, pasearon el compuesto por las discotecas y otros lugares de esparcimiento de la comarca.

Tras una reunión en la cumbre, los alcaldes de Vallada y Mogente, por una vez, decidieron cortar por lo sano una tradición que hasta el momento se había mantenido en los límites de la sana rivalidad entre pueblos, pero que ya trascendía ámbitos divinos. Esta vez se había pasado. Había que poner coto a estos desmanes.

Tras la oportuna investigación se identificó a los autores del atropello. Para sorpresa de todos, no resultaron ser chicos procedentes de familias desestructuradas o con padres dados al consumo inmoderado de bebidas alcohólicas o narcóticos.

Eran jóvenes que lucen apellidos bien considerados, aunque, quizás, hayan sido consentidos en sus caprichos un poco más allá de lo que el afecto paternal recomienda. Se ha sabido que el progenitor de uno de los perpetradores tiene incluso suscrito un seguro que cubre los gastos que ocasionan las juveniles gamberradas del retoño.

Ahora el padre de la criatura tendrá que añadir al pago del seguro la minuta del abogado, ya que ambos ayuntamientos decidieron llevar el asunto a los tribunales para que el castigo sea ejemplar.

Las dos figuras volvieron al Pesebre tras una rápida y, posiblemente, chapucera reparación. A su regreso y los vecinos de Vallada y Mogente les rindieron un sentido acto de tributo y desagravio.

domingo, julio 03, 2005

Cómo me convertí en un superhéroe

Está en medio del pasillo. Habitualmente, cuando se enciende la luz, cualquier otra de su especie huye para esconderse en cualquier escondrijo. Ésta no. Ésta se queda inmóvil. ¿Me estará desafiando? Debe estar acostumbrada a provocar el asco.

Debe pensar –si es que piensa- que al descubrimiento de su presencia le sigue inevitablemente un grito. Yo no grito. En el fondo casi me enternecen. Nunca he entendido la aversión que provocan. No las veo como si fueran el enemigo. En realidad, las veo como a víctimas.

Cuando alguna, seguramente por imprudencia, se pone al alcance de mi vista, las persigo con saña hasta arrinconarlas. Casi siempre ganan ellas. Son pequeñas y tienen la habilidad de encontrar siempre algún hueco en el que escabullirse.

Casi nunca las veo en la cocina, por más que dicen que es el lugar de la casa en el que prefieren anidar. Las veo en las escaleras, en el pasillo ... lejos de la comida.

A lo que iba: al descubrimiento del bicho y su posterior acoso y exterminación.

Nunca me han gustado los insecticidas y menos para este tipo de animales. Si es veneno para ellos, también lo será para nosotros. Prefiero métodos más rudimentarios, sistemas de caza tradicionales. Me gusta acabar con ellas de una en una.

En ocasiones no encuentran grieta en la que escamotearse. Entonces las acorralo. Cuando están sin salida levanto el pie y las aplasto con la suela del zapato. Me gusta oir el ruido de su caparazón chafado: “crahssssss”. Es un sonido compacto, definitivo. No deja lugar a la imaginación. La cucaracha ha sido eliminada.

Claro que esto solo se aplica a la cucaracha autóctona. Las consecuencias de la postguerra, el plan de estabilización y los subsiguientes planes de desarrollo parece que afectaron al desarrollo de estos entrañables animales que conviven silenciosamente con nosotros. Son pequeñas, rechonchas y negras.

La prosperidad nos ha traído una nueva especie que, señores, hay que tratar de usía. Unos ejemplares enormes, rojos como demonios y en muchos casos dotados de alas. Más de una vez he dado un rodeo para no cruzarme en su camino. Son cucarachas nucleares. Seguro que son fruto de una mutación provocada por los repetidos ensayos de bombas atómicas. Incluso pueden proceder de experimentos de guerra biológica, bacteriológica, química o cualquier otra guerra esdrújula.

Con ésas, confieso, no me atrevo a levantar la mano y mucho menos el pie. Las imagino con un lanzagranadas al hombro esperando el ataque del enemigo.

En esos casos creo que lo mejor es la convivencia pacífica. El uso de “cucal” está contraindicado. Seguro que son resistentes a cualquier tóxico. Además, los biólogos aseguran que la cucaracha resiste lo que le echen: desde una catástrofe estelar –garantizan que sobrevivieron a los dinosaurios- hasta un pisotón con unas “doc martens”. Para mí que el blindaje del papamóvil se inspiró en este tipo de bichos.

Mantuve este status quo hasta que un día me crucé con una de estas supercucarachas. Intenté eludirla, no por asco o miedo. Por respeto. Reconozco cuando me enfrento a un ser mejor dotado. Pero ella, sabedora de su superioridad empezó a seguirme. Llegué a caminar en zigzag, como si fuera el blanco de un ejercicio de tiro. Pero ella, tenaz, me seguía.

Hubo un momento en que pensé que a lo mejor tenía un complejo. Que era una cucaracha que se creía un perro, como Babe, el cerdito valiente. Acostumbrada a vivir entre humanos, ¿quién dice que no estaba convencida de ser una mascota? Casi tuve la tentación de adoptarla.

Digo casi, porque valoraba las ventajas de la cucaracha como mascota: no hay que sacarla a pasear; no maúlla cuando está en celo; no pierde pelo; no hay que ocuparse de su alimentación; no exige mimos; no te babea, no te araña ...

Francamente, el único inconveniente que podía aducir es que no era una mascota al uso como las boas constrictor, las iguanas o los caimanes que se han puesto de moda últimamente.

Claro que la gente siente asco por las cucarachas, pero ¿no dan repelús también los ratones o los hamster? A mí, personalmente, me repugnan los pájaros.

A lo que iba, cuando estaba a punto de ponerle un nombre –es el nombre el que da al animal la categoría de mascota- el bicho se puso frente a mí y en lugar de entonar un lastimoso gemido para despertar mi compasión, desplegó unas alas (élitros diría un cursi) que ni un airbus, oiga.

La muy traicionera se preparaba para el ataque. Ella era rápida –como todos los mutantes de comic- pero mi larga experiencia en la caza del ortóptero me ha dotado de ventajas competitivas. No sé cuantas veces ella se había enfrentado a un humano. Pero fue la última vez.
Después del crimen borré toda huella. Envolví los zapatos en una bolsa del supermercado y los deposité en un contenedor de esos que solicitan vestimenta para reciclar.

No creí tener la suficiente presencia de ánimo para librar esa batalla. Pero ahora me veo con fuerzas para romper hostilidades con las arañas peludas que han invadido la enredadera del jardín. Ahora yo soy el superhéroe de cómic.

Aena, te amo

En su afán de fomentar la sociedad civil y las relaciones humanas, diversos organismos oficiales, con el patrocinio de importantes empresas, han emprendido una serie de acciones que están obteniendo un éxito incuestionable. Concretamente se había observado que, a pesar de la masificación que sufren los aeropuertos, no se establecían relaciones entre los usuarios de los mismos.

La gente no habla entre ella, no se comunica y esta ausencia de interactividad convierte a estas instalaciones –tan utilizadas hoy día- en sitios deshumanizados y fríos.

El programa que Aena ha puesto en marcha se basa en la observación del comportamiento y la creación de estímulos destinados a cambiarlo. Así, si una persona está esperando embarcar en su vuelo y éste sale a su hora, se mantiene en su burbuja personal realizando individualmente diversas actividades: lee el periódico, juega con el móvil, teclea en el portátil, pone al día la agenda de la pda, duerme, mira los monitores .... Nada que implique la participación de los que le rodean.

Aena ha observado que para que esos individuos interactúen precisan de un objetivo común. Si se anuncia un retraso en un vuelo casi de inmediato empieza a oírse murmullos: “Otra vez”. Estos murmullos son escuchados por los que se encuentran en los aledaños que suelen contestar: “Pues la semana pasada estuvimos esperando tres horas el vuelo de Vigo”.

Cuando pasa media hora y no hay nuevas noticias, siempre hay alguien que se acerca al mostrador de la compañía a recabar información. Vuelve con noticias desalentadoras:

- Pues el vuelo a Ibiza lleva tres horas de retraso.

Una hora más tarde el panorama ha empeorado. Los monitores anuncian una demora de cuatro horas. En el mostrador de información siguen sin proporcionarla, pero, eso sí, empiezan a repartir hojas de reclamación. La gente empieza a mirar a los que las rellenan:

- Y usted, ¿qué ha puesto?

Se globaliza la protesta. Casi se podrían fotocopiar y así se ahorrarían tener que caligrafiar los mismos motivos de enfado.Uno regresa con un ticket que le permite tomar un“lunch” (dice el papelillo) en la cafetería cercana. Le dejan ir. Cuando vuelve preguntan:

- ¿Y qué te dan?

Una vez valorada la oferta, los pasajeros se proveen del milagroso papel y van haciendo cola en el selfservice.

- Pues el entrecot tiene buena pinta.

Tanta gente con hambre al mismo tiempo colapsa las mesas del local. No queda más remedio que compartirlas.

- ¿Le importa que me siente aquí?
- No, hombre, por supuesto.
- Vaya faena, ¿eh?
- No me cuente, esta semana ya me han dejado tirado en Barcelona.
- Es que no tienen vergüenza.

Las anécdotas se suceden y empiezan a ponerse en común entre el pasaje. Por supuesto, no faltan niños de corta edad que dormitan en brazos de sus sufridos progenitores y niños más mayorcitos que vienen de una excursión escolar con sus profesores. Los niños alborotan, están hartos y sus cuidadores agotados de intentar mantener el orden. Renuncian.

Los móviles empiezan a entrar en funcionamiento y trasmiten la situación a decenas de familiares que esperan en el aeropuerto de destino:

- Oye, vete a casa qué no sé a qué hora llegaremos.
- No, no, me espero.
- ¿Pero qué explicación dan?
- Ninguna, por megafonía dicen que son adversas condiciones meteorológicas, pero ni llueve ni truena ni nada de nada. ¿Ahí que dicen?
- El monitor asegura que llegareis en 15 minutos.
- Mira, aquí nos ponen la hora de salida a las 23:30.Vete a casa y cena. Ya cogeré un taxi.
- No, no.
- Que sí, yo te llamo cuando estemos embarcando, que no te puedes fiar.
- Nada –dice a su compañero de asiento- mi mujer que lleva desde las 7 de la tarde esperando.
- Es que no tienen vergüenza.

Esta será la frase más repetida. Se convierte en un mantra. La gente empieza a relajarse en los incómodos asientos de la terminal. Algunos buscan los puntos de fumadores. Se intercambian cigarrillos y mecheros. La megafonía entonces anuncia que el embarque se hará por otra puerta. El pasaje se levanta de sus asientos y recoge sus pertenencias. Se guardan los aparatos eléctrónicos y los papeles en las carteras y se dirigen todos a la nueva puerta, situada unos metros más allá.

El monitor –hasta entonces adornado con el logotipo de Aena- cambia por el de la compañía aérea, el número de vuelo y la hora de salida. Es buena señal, es el comentario generalizado. Ya van a embarcar. La gente forma una cola tan ordenada como sinuosa e interminable. 20 minutos más tarde nadie se ha movido un milímetro del lugar que ocupaba. Empiezan a cansarse de permanecer en pie y poco a poco se va deshaciendo la fila.

- ¡Pero si no hay nadie en el mostrador de embarque!

Efectivamente, no hay nadie.

Al rato llega una azafata de tierra. El pasaje vuelve a formar la cola. La empleada descuelga el teléfono, pero no habla con nadie. Repite la operación varias veces. Los pasajeros empiezan a preguntar qué pasa. La mujer dice que no sabe nada y que no logra contactar telefónicamente con la sala de operaciones de la compañía. El volumen de las voces sube de golpe:

- Esto es una vergüenza.
- Una falta de respeto –apostilla otra voz-
- ¡Nos tratan como a ganado!

Pasa el tiempo y, ¡por fin! Empiezan a recoger las tarjetas de embarque. Alguien de la fila advierte al resto:

- Ahí fuera no hay ningún avión.

Ahí afuera hay un autobús donde permanecen más de 15 minutos antes de que se ponga en marcha. El vehículo recorre toda la terminal y les deja en un lugar inidentificable en medio de la noche. Suben la escalerilla del avión. ¡Por fin van a despegar! Aprovechan los últimos instantes para llamar y anunciar que están embarcados, que es cuestión de una hora llegar a destino. El comandante se dirige al pasaje y empieza a contar una película de indios. Que si han salido con retraso de Tenerife, que no les daban la salida en Munich ...que lamenta mucho lo ocurrido, pero que ya está todo solucionado. ¡Ah! Y que la causa de la demora no son las condiciones meteorológicas, sino que en Barajas el sistema informático se ha ido al carajo.

A las 11:30 de la noche todo el mundo está con el cinturón abrochado, la posición de su asiento vertical y la mesita recogida. El comandante vuelve a usar la megafonía:

- Nos faltan ocho pasajeros que han facturado su equipaje. Esperaremos unos minutos y si no aparecen tendremos que desembarcar las maletas de la bodega.

- ¡La madre que les parió!

La exclamación ha sido espontánea y audible en toda la nave. Por fin llegan los abducidos que atraviesan todo el pasillo ante las miradas aviesas del resto del pasaje que, secretamente, les desean un cólico nefrítico de intensidad 9 en la Escala de Richter. Pero bueno, ya está todo solucionado.

- Tripulación –se oye por megafonía- armen rampas y cierren puertas.
- Rampas armadas y puertas cerradas.
- ¡Por fin!, se escucha como un suspiro.

Media hora más tarde siguen en el mismo lugar indistingible. El pasaje protesta porque no hay aire acondicionado. La gente se cabrea ruidosamente. Empiezan a sonar los timbres reclamando la presencia de la tripulación.
- ¡Señorita! Agua.
- Yo me bajo.
- Y yo
- Y yo

De nuevo, el comandante:

- Señores pasajeros, no sé qué ocurre. No puedo obligarles a permanecer en la nave. Si lo desean pido un autobús para que les deje en la terminal. Si tienen equipaje facturado, comuniquénselo a la tripulación para sacarlo de bodega.

Media docena de pasajeros se acogen al ofrecimiento del comandante. Se desarman las rampas y se abren las puertas. La gente va y viene por el pasillo, se acerca a la puerta para respirar aire fresco. El autobús no llega.

- El aeropuerto nos comunica –dice el comandante, a estas alturas ya de la familia, el pariente odioso que todos tenemos- que no puede mandar un autobús.
- ¡Me cago en sus muertos!

Ante la falta de noticias que anuncien un rápido despegue, el comandante opta por mantener la puerta abierta. Empiezan a formarse nuevas colas, esta vez para hacer uso de los minúsculos aseos.

- La torre de control –de nuevo la voz tan conocida como desconocido es el rostro del comandante- nos comunica que han perdido el plan de vuelo.
- ¡Me cago en sus muertos!
- La compañía está intentando hacer llegar de nuevo el plan de vuelo a la torre de control. Les aseguro que en 13 años de comandante jamás me ha pasado nada semejante.
- ¡Me cago en sus muertos!

Vuelven a ponerse en marcha los móviles.

- ¿Pero qué pasa?
- Nos tienen secuestrados

Hasta el recalcitrante grupo de escolares está agotado.Tras dos intentos fallidos, ¡por fin!, el comandante anuncia que:
a) El plan de vuelo ya está en la torre de control
b) El despegue será inmediato
c) Armen rampas y cierren puertas

Es la 1:30 de la madrugada. El avión se dirige a la pista de despegue. Tardan 10 minutos en llegar. En el trayecto alguien se pregunta:

- ¿Era plan de vuelo o plan de tierra? ¿Vamos a ir rodando hasta destino?

El pasaje saca sus últimas energías y se carcajea ruidosamente.

- ¡Muy bueno!

Tras una parada de algunos minutos, los motores empiezan a rugir. Ruedan por la pista, se levanta el morro y se nota el tirón cuando abandonan el asfalto. Están en el aire. Tres cuartos de hora más tarde aterrizan. Los fumadores ignoran la prohibición de fumar. Todos salen de estampía. Al otro lado de las puertas se agolpan familias enteras. Parece una romería. La gente se abraza como si los recién llegados fueran emigrantes. Incluso se abrazan los pasajeros entre ellos y los esperantes hacen lo propio.

Durante esas ocho horas se han forjado amistades indestructibles.

- Sé que al señor del pelo cortado a cepillo le han operado de un pulmón. El joven que ocupa un asiento dos filas más atrás está desesperado porque, precisamente hoy, era el cumpleaños de su mujer y no han podido celebrarlo juntos. La señora del otro lado del pasillo ha dejado a los niños con su cuñada. La pareja de más adelante todavía tiene 100 km. por carretera y no sabe si la compañía de alquiler de coches estará abierta. La gente a la que han ido a recoger ofrece su vehículo a otros pasajeros, ya que sólo hay tres taxis en la parada.

Lo dicho, se han reforzado los lazos que nos hacen sentirnos humanos. Gracias Aena.