martes, octubre 25, 2005

Un nuevo inquilino


Es pequeño y peludo. Desde luego, no parece estar hecho de algodón. Sus ojos son dos bolitas de azabache. Sus patas parecen frágiles, imposibles de aguantar el peso que aparenta. Pero no es cierto. No tiene tanto peso. En realidad, es un engaño.

Si le sujetas por el único sitio posible, la tripa, se aprecia su delgadez bajo la suave capa de pelo. Por el lomo, sin embargo, tiene un volumen ficticio. Es leve y francamente guapo, con ese hocico afilado y esos ojos vivarachos.

Es un erizo. Ayer Lucía lo encontró en medio de la carretera. Se bajó del coche y lo recogió. Llegó a casa con él en las manos: "Mirad lo que he traído".

Claro que es tímido. En cuanto lo tocas se enrosca y saca las púas para defenderse. Gos está intrigadísimo. Lo olisquea todo el tiempo, pero no se atreve a ir más allá. A veces hasta se arriesga a acercarle una pata.

Se esconde en cualquier rincón. Esta mañana lo hemos sacado –aun de noche- al jardín. No sé si cuando volvamos estará o si seremos capaces de encontrarlo.

Anoche se me enroscó en un dedo. Era casi imposible deshacerse de aquel abrazo, tal es la fragilidad que su espinoso cuerpo trasmite. Me daba miedo retirar la mano bruscamente. A pesar de su aspecto disuasorio, es un animal precioso y a mí me enternece.

martes, octubre 18, 2005

El funeral

¿Para qué sirven los funerales?

Al muerto para nada. Está muerto.

¿A la familia? Pienso que tampoco. No creo que estén para exhibiciones públicas de dolor delante de desconocidos.

Porque, a excepción de los más allegados –y esos ya se han consolado en privado- el resto de los que asisten al entierro, en el mejor de los casos, son desconocidos.

Los funerales son para los vivos. Para dejarse ver. Son un poco como aquella película francesa "Cousin, cousinne", actos en los que la gente que lleva tiempo sin relacionarse se encuentran de nuevo.

Hubo una temporada –luctuosa- en la que a un amigo mío tuve que decirle: "Fernando, tenemos que dejar de vernos así". En un mes coincidimos en tres funerales.

Se saludan, muestran su pesar por el fallecido (¡quien lo iba a decir, con lo joven que era!) o su preocupación por la familia (pobre mujer, menudo panorama que le espera)

Luego lo comentan: "Mira, ayer coincidí con fulanito en el funeral de zutanito. Parece que las cosas le van bien".

No suelo asistir a funerales, a pesar de que las reglas sociales aseguren que puedes faltar a cualquier ceremonia, a excepción de un funeral. Sólo voy a aquellos de personas con las que me he sentido especialmente ligada, que les haya cogido un cariño especial. Es una muestra de respeto. En alguna ocasión he asistido porque el finado era familia de alguien a quien siento muy cercano.

Me disgustan. Me disgustan los actos religiosos. Me repatea que un cura, que por regla general no sabe nada del muerto, haga un panegírico plagado de lugares comunes y esperanza en la resurrección. Me jode.

Me fastidia profundamente que trate de consolar a la familia con esa melosidad autocompasiva de los curas.

Cuando me muera, no quiero funeral. Me he ido de muchas vidas ya y muchas me han abandonado. Personas que en un momento dado significaron algo para mí y de las que ahora apenas me acuerdo. Para ellas ya estoy muerta como ellas están muertas para mí. Y no por eso se hacen funerales.

Cuando me muera que me olviden lo más rápidamente posible.

lunes, octubre 17, 2005

Planeta

No es la primera vez –ni será la última, seguro- que insisto en el tema de la banalización de la cultura.

El espectáculo dado el pasado fin de semana en los Premios Planeta es otra escenificación de la superficialidad de la llamada "industria cultural". Cuando la cultura es una industria, mal vamos.
Industria significa producción en serie, ventas masivas a un público indiscriminado; consumo; duración efímera. Todo ello arropado por campañas de marketing ad hoc.

El Planeta, desde hace años, está de capa caída. Ni autores de relumbrón, oras de encargo o vertiginosas dotaciones económicas han evitado que el premio haya caído en el desprestigio.

Creo que a lo largo de mi vida sólo he comprado un "planeta". Fue "Volaverunt", hace ya un montón de años y fue porque la temática me pareció atractiva. Hace un par de años me regalaron el bodrio de Carmen Posadas, "Pequeñas infamias" que fui incapaz de leer. Era malo. La historia no interesaba, el estilo era plano y aburrido ... Así que, ¿para qué perder el tiempo?

Me temo que este año Marsé ha caído en la estrategia tejida por los chicos de marketing del grupo editorial. Un premio a una cuasi desconocida, muy mona, eso sí. Es una forma de elevar el escaso interés del premio.

Un consagrado dice que la novela es mala. La chica es fotogénica y quedará estupendamente en la contraportada del volumen y el ambiente estará caldeado gracias al enfrentamiento entre ambos delante de las cámaras.

Solo falta que dentro de unos días en el "tomate" salgan unas imágenes robadas de ambos bien metiéndose mano, bien dándose de puñetazos. Sin duda, las escasas ventas previstas subirán como la espuma.

lunes, octubre 03, 2005

Módena



Ha sido el viaje más multitudinario que hemos realizado hasta el momento. La pandilla se amplía, pero las meteduras de pata –literales- se diluyen ante un grupo tan numeroso.

De Valencia partimos siete personas. En Bolonia esperaba Pier, procedente de Barcelona, Roberto y Elená (lo pronuncian así, acentuado en la a) que venían de Roma.

En Bolonia recogimos los coches alquilados: una Galaxy y un Mondeo familiar y nos encaminamos a Módena. Allí buscamos el hotel que teníamos reservado. La ciudad es pequeña, así que no había mucha pérdida, pero, claro está, nos perdimos. Finalmente paramos a preguntar y ... como suele ocurrir en estos casos, el hotel estaba a 30 metros de dónde estábamos. ¡Qué ridículo!

La excursión descendió de los coches y se registró en el hotel. ¡Por fin un hotel italiano decente! Mucha parafernalia, eso sí. Se trata de un antiguo convento reconvertido en hostería, con techos pintados, grandes cuadros en las paredes, suelos de pórfido pulido ... y habitaciones enanas.

La alegre muchachada se dispuso a cenar, a excepción de Maitena que viajaba con un considerable catarro y prefirió atiborrarse de medicamentos y sudar en la cama.

Durante el viaje entre Bolonia y Módena Pier había estado negociando la reserva, que cambió dos veces. Finalmente acabamos en la Osteria Ruggero, que había tenido la deferencia de reservarnos una mesa para diez en su coqueta terraza. Así podíamos fumar. Todo un detalle.

La cena fue magnífica. El antipasto abundante y la pasta sensacional. Lo jodido fue que los chicos se empeñaron en pedir Lambrusco de vino ¿Alguien puede entender que guste esa especie de donsimón con gaseosa?

Con la excusa de que el Lambrusco es el vino típico de la región nos estuvieron vendiendo el artículo de forma descarada.

Paseando por las calles empedradas vinos un mercado –a esas horas cerrado- que resultaba francamente bonito a la luz de las farolas. Desde una calle se veía el Duomo y la punta del campanario de la catedral. Dejamos la visita turística para otro momento y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente cogimos el tren a Bolonia. Los trenes en Italia son larguísimos, como mercancías de esos que salen en las películas americanas. En 20 minutos estábamos en la estación de Bolonia, que siempre me da mala espina ya que me recuerda aquel atentando salvaje que perpetraron las Brigadas Rojas.

Compramos billetes de autobús para ir a nuestras labores y, metedura de pata. Alicia la mete, se cae de rodillas. Ya tenemos más bajas. De momento puede andar, pero cuando llegamos no puede doblar la pierna. La llevamos hasta el botiquín y allí se empeñan en mandarla al hospital. Se niega en redondo. Al final le dan una pomada antiinflamatoria y unas pastillas. Da pena verla como intenta andar. Encima se ha puesto tacones.

Nos encontramos con otro compañero que lleva dos días en Bolonia. Eugenio nos muestra algunos de los aspectos que nos interesan y al final de la jornada quedamos para tomarnos una cerveza en San Pancracio.

Al subir al autobús que nos lleva al centro Eugenio grita: "¡Las carteras!" Tenemos a un grupo de carteristas entre nosotros, acabaremos identificándolos porque a lo largo de tres días coincidiremos varias veces con ellos.

Paseamos por Independenzia hasta San Pancracio. Gisela y yo vamos mirando escaparates y yo compro un encargo que me han hecho. En la plaza cumplo un deseo que llevo demorándolo un año. En la plaza hay una sombrerería. En el anterior viaje ví un sombrero precioso, pero el establecimiento estaba cerrado, así que supuso un ahorro.

Pero hoy está abierto. Gisela me acompaña y me pruebo distintos colores. Al final me decido por uno azul agrisado, francamente elegante y que me queda muy bien.

Tomamos nuestras cervezas y regresamos a Módena. En esta ocasión es Alicia la que no se suma a la cena, debido a los dolores en la rodilla. Vamos a otro restaurante muy cerca del de la primera noche, también en la terraza. Esta es más grande, está en un jardín cuidado con la estatua de una mujer desnuda en el centro. Nos dan como alternativa pasta o fileto florentina. La mitad pedimos carne. Nos ponen una chuleta de brontosaurio por cabeza, imposible de engullir, a pesar de que casi nadie ha comido a mediodía.

Y, de nuevo, el maldito Lambrusco. Gisela y yo exigimos cerveza y nos sacan: ¡San Miguel!

Al día siguiente gran alboroto a la hora del desayuno. Elená tenía una nota en su habitación que habían pasado debajo de la puerta. Estaba escrita en papel con membrete del hotel. Más o menos decía: "Ayer no pude evitar ver el número de tu habitación en la llave (estos italianos están un poco atrasados en lo de las llaves magnéticas) Quiero decirte que me pareces una mujer preciosa y me gustaría conocerte" A continuación iba un teléfono móvil indudablemente español y de Vodafone.

Roberto propone llamar él y decirle: "Soy el marido de "la mujer preciosa", ¿qué te parece si nos vemos?" Y así, entre bromas y risas –con Elená ruborizada- partimos hacia Bolonia de nuevo.

Ese día es un lío. El grupo vuelve fragmentado a Módena, algunos se quedan a cenar en Bolonia. Aprovechamos para realizar las compras en Tamburini: bresaola, mozarella di buffala y pasta fresca. Nos lo empaquetan todo muy bien, como si fueran regalos caros.

Cuando llegamos a Módena aprovechamos que las tiendas están todavía abiertas para dar un paseo por la ciudad. Gisela y yo vemos unas botas PRECIOSAS.

- ¿Cuánto valen?, pregunta Gisela.
- Prada, contesto.

Y se da la conversación por terminada. En un cartel escrito con una letra microscópica aparece el precio que es casi nuestro sueldo mensual.

Seguimos el paseo. Vemos una chaqueta azul que nos deja boquiabiertas en un escaparate al otro lado de la calle. Cruzamos a toda prisa. No hay peligro, prácticamente solo circulan bicicletas.

- No mires, Gisela, es Gucci.

Y debajo de la chaqueta las botas más bonitas que he visto en mi vida. Y las más caras también.

Toda la calle está plagada de tiendas de lujo. Hay una pequeñita y realmente preciosa. Se llama L’Stilografica. Pienso que es un establecimiento de plumas, pero no, es de lencería, la más delicada que pueda imaginarse. En el escaparate un pijama de seda verde agua. Me recuerda a Katharine Hepburn en Historias de Filadelfia.

Paseamos por el Duomo. La música sale de la catedral. Están ensayando. Un cartel anuncia el concierto de órgano dentro de un par de horas con la orquesta de Rávena. La enorme plaza está a medio desmontar de algún espectáculo deportivo.

Nos fijamos en el campanile. ¡Vive dios! ¡Estos italianos no saben construir torres derechas! Esta está tumbada también. Ya conozco tres: la más famosa, Pisa; la pequeña de Bolonia y ahora la Giroldina de Módena.

Nos ha dado tiempo también de pasar por el mercadito antes de volver al hotel y arreglarnos para la cena. Me pongo un vaquero, la camiseta del demonio (con rabo trasero incluído) una chaqueta de raya diplomática y ... mi sombrero.

Esta vez es una cena reducida. Pier, Alicia –recuperada de su caída-, Gisela y yo. Los que no se han quedado a cenar en Bolonia prefieren ver el fútbol en la pantalla gigante del salón del hotel.
Vamos a la Osteria Ruggero de la primera noche. La dueña se acuerda de nosotros y nos saluda muy amable. Me dice que el sombrero me queda perfecto, que le gusta muchísimo.

Esta vez pedimos vino de verdad y no mariconadas.

Es nuestro último día. Después de desayunar hacemos el equipaje que ahora pesa bastante más, al menos el mío. En la maleta van varios kilos de revistas y catálogos. Subimos a los coches, de nuevo vamos con Pier. El trayecto hasta el aeropuerto es de lo más animado. Pier habla por teléfono y gesticula mientras conduce. Parece como si quisiera asustarnos. Cuando no hace eso, insulta a los otros conductores: "¡Patatina!" les grita.

Pasamos por una carretera en obras. El único carril disponible se usa alternativamente. El encargado de cortar o dar paso –nos toca pasar a nosotros- habla por el "telefonino" y fuma un cigarro. A su espalda se acumula una cola de vehículos que supera los dos kilómetros. Y el tan pancho.

En el peaje de la autopista Pier se desfoga contra los que no llevan monedas, por la tardanza en pasar el torno ... Asegura que se comprará un bazooka y acabará con todos ellos. Ni que tuviéramos prisa.

Dejamos los vehículos de alquiler y cuando entramos en la terminal anuncian la salida de un vuelo a Barcelona anterior al que tiene Pier. Se apresura, quedan plazas libre y cambia su billete. Ni siquiera le da tiempo a despedirse.

Dos horas más tarde aterrizamos en Manises.