Hemos alcanzado el desconocimiento global. Nadie sabe de nada, pero habla con la total seguridad que presta la ignorancia.
Me aterra ver lo poco que sé y todo lo que me queda por aprender, no en general, sino únicamente de aquello que me interesa. No lo digo como obligación, sino como deseo: aprender.
Por eso me fascinan las matemáticas. O la arquitectura … Son como inmensos enigmas desafiantes.
Me quedo embobada leyendo o escuchando a expertos en temas que nunca dominaré. Intento comprender, capto conceptos y cuando los entiendo es como si una luz de sabiduría se encendiera dentro de mí. ¡Cáspita! ¡Era esto!
La capacidad de sorprenderme incluso llega a sorprenderme. Resulta un alivio comprobar que mi mente mantiene el interés por las cosas, por livianas que sean, ejercicios diletantes: conocimiento inútil.
Veo las cosas con enfoques desconocidos. Resulta divertido y vivificante. Y ese nuevo e inútil conocimiento se enlaza con el antiguo, saco conclusiones inéditas. No sirve para nada, claro, solo es satisfacción personal, quizás vanidad de no poner cara de imbécil cuando alguien cita a un experto en alguna materia insólita.
Puede que esta curiosidad indiscriminada me haga susceptible al fraude, a considerar como importante lo que no es más que impostura. Hasta de eso se aprende.