martes, febrero 26, 2008

Aicher



Otl Aicher ha sido uno de los más grandes diseñadores gráficos del siglo pasado. Aicher fue mucho más que un proyectista. Fue sobre todo un pensador que reflexionaba sobre las cosas y su utilidad. Cuando recibía algún encargo, previamente a acometerlo, realizaba estudios tan profundos que, antes de realizar el proyecto, escribía un libro.

Aicher en sus artículos y libros no dejó nunca de decir con toda claridad lo que pensaba, lo que le ganó no pocos enemigos. Pero sus reflexiones son absolutamente sinceras y honradas, perfectamente argumentadas y como autor de algunas obras de diseño (pero diseño de verdad, no dibujitos) que cambiaron conceptos, se podía permitir el lujo de herir susceptibilidades de egos engrandecidos.

Fundó la más prestigiosa escuela de diseño de la segunda mitad del siglo XX, la escuela de Ulm. La Für Gestaltung de Hochschule se funda como una escuela de diseño industrial puro, sin lastres artísticos heredados. Es más, Aicher renegó siempre de la tendencia de relacionar diseño y arte. El diseño era ingeniería, cómo fabricar objetos útiles optimizando los recursos y la satisfacción del usuarios, en el que la estética, sencillamente, no tenía cabida. Este pensamiento radical, sin embargo, favoreció que los objetos pudieran ser apreciados por su utilidad y no por su aspecto, dando pie a una especie de nueva estética o no-estética.

Trabajó para empresas como Braun –donde formó parte del equipo que se marcó como reto producir objetos honestos y humanos-, Lufthansa, Erco –posiblemente el fabricante de iluminación industrial más prestigioso del mundo que hace del concepto “diseño 0” una seña de identidad- o Balthraup.

Algunas de las obras de Aicher son extraordinariamente célebres, como la tipografía “Rotis” y, sobre todo, el sistema de pictogramas que elaboró para los Juegos Olímpicos de Munich y que abrió las puertas al desarrollo de la señalización (o señalética, como se empeñan en decir) como un concepto global con códigos simples e identificables por todos.

“El mundo como proyecto” es un libro que recopila varios trabajos de Aicher, ensayos en los que muestra su pesimismo ante una sociedad hiperconsumista, en la que nadie ya sabe cómo se hacen las cosas. Una sociedad donde una estética banal trata de ocultar la basura que produce. Una sociedad donde los productos se presentan no por sus atributos formales, sino apelando a lo emocional.

Un libro en el que los grandes gurús de la arquitectura del siglo XX, como el propio Mies van der Rohe o Le Corbusier, son criticados sin piedad, pero que también reconoce aportaciones de profesionales como Norman Foster de quien sin rubor se declara admirador de su obra.

Aicher, en términos generales, no soportaba la tiranía estética de los diseñadores italianos, pero tributa una sentida admiración por el trabajo de Charles Eames, un trabajo basado en el conocimiento profundo de los materiales con los que trabajaba y que lograba ensamblar con grandes dosis de genialidad, construyendo objetos concebidos para el uso humano con total comodidad y de manufactura barata. Otra cosa es que sus diseños estén ahora en manos de exclusivistas que exigen verdaderas fortunas por alguna de sus obras.

De Aicher me ha asombrado su lucidez y su absoluta falta de tacto. Resulta admirable. Otl Aicher se implicaba tanto en lo que proyectaba que, por ejemplo, antes de acometer el encargo de diseñar un sistema de cocinas industriales, estudio tanto las necesidades y soluciones que escribió un libro: “La cocina para cocinar”. No la cocina para que salga en las revistas de decoración o enseñar a las visitas. La cocina como lugar de trabajo, como espacio adecuado para realizar una actividad dura y exigente y que debe facilitar ese trabajo.

El resultado de “La cocina para cocinar” se puede observar ya en muchos restaurantes de campanillas y, aunque Aicher no lo pretendió en absoluto, abrió una nueva estética.

lunes, febrero 18, 2008

sábado, febrero 16, 2008

Todo muda

Vientos de cambio. Más bien galernas. La pandilla más torpe de la galaxia ha perdido su amalgama. Hace un par de meses mi jefe -y sin embargo cómplice- decidió que ya había hecho bastante y se buscó cimas más complicadas que escalar. Y no vean lo complicadas. Pero es feliz, se divierte. Me manda tonterías al correo electrónico y mensajes. Si no contesto reclama mi atención imperiosamente como un niño mimado. Nos vamos de comida de vez en cuando con sus otros cómplices y también compañeros míos.
Le echo de menos, qué demonios. Su brutal sentido del humor, su capacidad de réplica, su manejo de las situaciones eran admirables. Durante el mes que siguió a su marcha escuchaba los rumores de sustitución con cierto temblor. El resto de mis compañeros de departamento me miraba con envidia, conocedores de que si el sustituto no era de mi gusto, podía recoger mis cosas y regresar a mi departamento primigenio.
Pero las altas esferas -que como están altas andan en la inopia- aprovecharon la marcha de mi ya ex-jefe para enmascarar la crisis de otro departamento y de buenas a primeras me ví de jefe a mi otro cómplice, con gran alboroto por mi parte.
Pero las cosas no podían ser perfectas y la llegada ha venido acompañada de una duplicación de responsabilidades, ergo, trabajo.
A ello se añade que, por fin, las oficinas en las que trabajamos van a ser sometidas a una profunda reforma, lo que implica que las 200 personas que allí vivimos 9 horas diarias debemos mudarnos a dependencias provisionales. Y una mudanza es siempre ese acontecimiento al que no me quiero enfrentar.
Durante un año viviremos cual piojo en costura. Pero mi cómplice ha hecho una distribución de espacios que aunque él dice ha mandado la cabeza, creo sinceramente que ha prevalecido el corazón.
La semana que viene procedermos al traslado. Prácticamente todo, a excepción de lo imprescindible, irá a un almacén. Iré ligera de equipaje y espero que el regreso sea igual.
En el próximo viaje veremos si la pandilla más torpe de la galaxia, a pesar de sus renovados socios, sigue haciendo de las suyas.

lunes, febrero 11, 2008

El detective y sus secuelas triperas

El recordado Manuel Vázquez Montalbán creo un personaje único: Carvalho. Un detective privado que era el Sam Spade del Raval, pero con conocimientos y una cultura más que suficiente para tratar con desprecio a la burguesía barcelonesa.

Pero una de las características más sobresalientes de Pepe Carvalho era su gusto gastronómico. Su habilidad para preparar cualquier plato y su capacidad para enseñar a Bis cúter cómo guisar cualquier plato con ingredientes de bajo precio en una cocina de gas de un sólo fuego.

A menudo en sus novelas, Vázquez Montalbán se entretenía unas cuantas páginas en describir minuciosamente las tareas culinarias de Carvalho: desde cómo limpiaba una alcachofa hasta cuantas gotas de limón dejaba caer sobre ella. Vamos, que entre crimen e interrogatorio, siempre se aprendía alguna receta clásica o no tan clásica. Por no hablar de sus recomendaciones enológicas, también muy celebradas.

Ese carácter de Carvalho tuvo su eco. De hecho ahora nos vemos agobiados por detectives-gastrónomos y si el héroe (o antihéroe) de Vázquez Montalbán usaba la cocina para dar un respiro a las indagaciones, sus émulos se dedican ahora a trufar las páginas de la novela con las más diversas pitanzas, dejando casi en un segundo plano –o sin casi- la trama policíaca.

Así tenemos a Montalbano –ni qué decir tiene que el nombre del comisario siciliano de los carabinieri está directamente inspirado en el novelista español- al que su autor, Andrea Camilleri, le hace estar zampando casi de forma compulsiva durante todas sus obras. Montalbano conoce todos los chigres, garitos y tabernas sicilianas donde la cocina tradicional, realizada con lo que da la tierra y el mar a diario, es de nota. Montalbano es capaz de realizar cualquier trámite policial al que puede enviar a un subordinado con tal de asomarse a tal o cual osteria.

Cuenta, además, con una asistenta que le mima y le deja en la nevera la cena preparada. Eso sí, el singular comisario es incapaz de cocer un huevo, no digo ya freirlo.

Otro policía con ínfulas gastrónomas es Brunelli, el personaje habitual de Donna León. Este realiza sus labores en Venecia y como Montalbano es incapaz de cocinar, pero tiene una agenda bien surtida de chiringuitos donde tomar un bocado. Como en el caso anterior, a Brunelli le mueve más su afán tripero que policial y no duda en utilizar una lancha y pasarse el día en cualquier isla alejada de la capital con tal de probar unas buenas almejas.

Es curioso que los policías gastrónomos hayan prosperado en Italia, país ciertamente rico en la cosa de la manduca. Lo que tiene de bueno esta epidemia es que conocemos la riqueza culinaria de la península de la bota –norte y sur- pero al carecer los protagonistas de habilidad con las cazuelas, se nos niegan los conocimientos para manejar ingredientes y pucheros.