martes, agosto 30, 2005

Lecturas

Con el tiempo he adquirido paciencia con los libros. Sobre todo a que cada uno de ellos tiene un ritmo de lectura propio o, más bien, debo ajustar mi ritmo de lectura a la cadencia interna del libro.

Hay novelas que exigen premura. Necesito terminarlas cuanto antes. Soy incapaz de dejarlas. Cuando acabo un capítulo me resulta perentorio iniciar el siguiente. Me reclaman toda la atención. Aquí entraría, por ejemplo, "El nombre de la rosa"

Otras, por el contrario, son un reto a la voluntad. Se me caen de las manos. Hace años concluir un libro iniciado era una cuestión de amor propio. Ahora sé que hay mucho que leer y no puedo desperdiciar el tiempo. Me he vuelto terriblemente exigente. No soporto los personajes ni las situaciones innecesarias, los rellenos, la escritura sin objetivo que no hace avanzar el argumento. No recuerdo quien, pero creo que fue alguien del mundo del cine, que decía que todo personaje y toda situación tienen la obligación de hacer avanzar la historia que se relata. Me abstendré de citar ningún título, puesto que la lista sería interminable.

Existen novelas que me llegan a durar años. Las tomo, las dejo, las retomo ... Es una degustación lenta. Me provocan una especie de rechazo a que se terminen y procuro demorar todo lo posible el placer de la lectura. Leo y releo el mismo párrafo, regodeándome en la perfección de las frases. Estos libros acaban provocándome un odio profundo hacia el autor basado en la envidia que me despierta su talento. En mi caso, el paradigma sería "Suttree".

También está la clase de la novela kleenex de usar y tirar. Mero divertimento, muy apropiadas para las tardes lánguidas de verano. Novelas que apenas has cerrado olvidas y que, pasado el tiempo, alguien te recomienda. Tu, tontamente, aceptas el préstamo y al segundo capítulo descubres que "te suena", pero eres incapaz de recordar trama o detalle alguno.

No debo olvidar aquellas que sin motivo racional aparente despiertan los más atávicos temores. Su lectura se convierte en vértigo, atracción y repulsión. Recuerdo dos textos que tuve que abandonar, y todavía carezco de una explicación racional a esa rendición. Una fue la segunda parte de "El señor de los anillos" y la otra fue "Los mitos de Cthulhu".

Y, para terminar, están las novelas a las que me dirijo cada cierto tiempo. Una especie de remanso. Sé que nunca me van a defraudar y que aunque las haya leído varias veces, seguirán sorprendiéndome. Citaré, y sé que me repito, "Bomarzo" y "El Unicornio", pero también vuelvo siempre a un texto procedente de una serie británica de televisión y que, a pesar de los años, tiene una vigencia estremecedora: "Sí, ministro".

miércoles, agosto 24, 2005

Objetos invasores



Ayer recibí una de las revistas que más me gustan. Parece una banalidad, porque se trata de una revista de decoración, pero su director es uno de los periodistas más lúcidos que conozco y aprecio sus opiniones tanto como desprecio las de otros plumillas que puedan gozar de prestigio político o cultural.

En el último número, el 100, recoge la opinión de varias personas sobre la casa. Benedetta Tagliabue, una arquitecta de mucho fuste, afirma: "A veces el ejercicio más difícil es mantenerla limpia. Es un poco complicado porque tienes que retirar objetos que te recuerdan trozos de tu vida".

¡Y qué razón tiene!

Eso se aprecia, especialmente, cuando realizas una mudanza. Llevo a mis espaldas un buen número de ellas, así que tengo conocimiento de causa más que sobrado.

Dice Quignard -ya sé que estoy un poco pelma con él- que las cosas tienen alma y que eso se aprecia cuando nos cambiamos de casa. "Las mudanzas -dice- son experiencias mágicas violentas.

"Descubrimos que no podemos tirar eso a la basura. (Eso designa cualquier espanto que, sin embargo, está destinado a la basura)

(...)

"Las mudanzas en casas antiguas -prosigue- son homicidios".

Cuando empiezas a empaquetar las cosas surgen infinidad de dudas. ¿Me llevo este jarrón? Es horroroso, pero es un regalo de (póngase aquí el nombre que se estime oportuno) y si viene de visita y no lo ve ...

¿Cuántas cosas que detestamos habitan en nuestra casa? Cosas que nosotros no hemos elegido y que conservamos por un estúpido sentimiento de no herir la sensibilidad del oferente. Cuando son ellos los que ofenden nuestra sensibilidad, qué demonios.

Recuerdo un caso. Tras dar una conferencia en un congreso, los organizadores regalaron a mi marido la más horrorosa porcelana que puede concebirse. Durante meses albergamos la esperanza de que nos invitaran a alguna de esas bodas de compromiso de asistencia prescindible, pero no se produjo el milagro. Finalmente, y comportándonos como padres irresponsables, hicimos de la figurita del demonio un juguete infantil. Mi hija –contra todo pronóstico- la trató con suma delicadeza.

Ni siquiera la más torpe de las asistentas –especializada en romper platos de la vajilla buena y lámparas tizio de precio escandaloso- perpetró atentado alguno contra el objeto detestado.

Finalmente, la porcelana recalcitrante acabó, entera, en el cubo de la basura.

Aborrezco lo superfluo y sin embargo he sido incapaz de mantener mi casa libre de esas abominaciones, aunque su presencia es bastante limitada. Y reconozco, por otro lado, cierta fascinación por lo kitsch. De hecho tengo varios libros, incluso el canónigo de Gillo Dorfles.

(La foto es de Benedetta)

lunes, agosto 22, 2005

La secta de los libros

Dice Pascal Quignard:

“Los que aman ardientemente los libros constituyen, sin saberlo, la única sociedad secreta excepcionalmente individualizada. Sin que lleguen a encontrarse nunca, se parecen gracias a la curiosidad por todo y a un disociación sin edad.

“Sus elecciones no se corresponden nunca con las de los editores, es decir, las del mercado. Ni con las de los profesores, es decir, las del código. Ni con las de los historiadores, es decir, las del poder.

“No respetan el gusto de los demás. Prefieren alojarse en los intersticios y los repliegues, la soledad, los olvidos, los confines el tiempo, las costumbres apasionadas, las zonas de sombra, los bosques de ciervos, los cortapapeles de marfil.

“Forman por sí mismos una biblioteca de vidas breves pero numerosas. Se leen entre sí en silencio, a la luz de las velas, en un rincón de su biblioteca, mientras que la casta de los guerreros se mata estruendosamente en los campos de batalla y la de los comerciantes se devora desgañitándose bajo la luz que cae a plomo sobre las plazas de los burgos o sobre la superficie de las pantallas grises, rectangulares y fascinantes que han sustituido a esas plazas”

domingo, agosto 21, 2005

Tercos

Andábamos Zynnya, Calico y esta servidora perdiendo el tiempo, hasta que dejamos de hacerlo.

Zynnya dijo contumaz

Calico, pertinaz

Yo añadí tenaz y terco

Más aportaciones, por favor.

lunes, agosto 01, 2005

Libros


Sigo con los libros. ¿Qué nos mueve a comprar unos títulos frente a otros?

Reconozco que en algunas ocasiones me dejo llevar por el impulso. Veo un libro en un escaparate y es como si viera unos zapatos soñados: tiene que ser mío. Así adquirí uno de los libros más bonitos que tengo. Se trata de “La enciclopedia de las cosas que nunca existieron”, un volumen deliciosamente ilustrado que, dado su tamaño, no me cabe en ninguna estantería.

También compré, por sus ilustraciones, el Libro de las Hadas. Debió ser una temporada que en la que me obsesioné con la mitología nórdica, posiblemente, gracias a “El Señor de los anillos”. Pero esa es otra historia.

Luego están aquellos libros recomendados. Durante más de tres años trabajé por las tardes, en mi época de Facultad, en una librería. Entonces, quitando La Casa del Libro, no existían las macrotiendas de libros como ahora. El cliente solía ser habitual, conocíamos sus gustos y nos solía hacer caso cuando le sugeríamos algún título.

Se construyeron así relaciones largas y de confianza.

Recuerdo que el primer libro que recomendé –fue como un bautizo de fuego- resultó ser “El beso de la mujer araña”, de Manuel Puig. Ese libro, como luego otros del mismo autor, me sedujo. Creo que vendí varias docenas del título.

Ahora también suelo hacer caso de las recomendaciones del librero de cabecera, un encantador personaje que tiene un minúsculo local atestado. La librería se llama La Máscara y tanto el librero como la librería son casi un calco de aquel primer trabajo serio que desempeñé.

Lluis, el librero, se define por su amor a los libros. Dos veces al año –por Navidad y a principios de verano- edita un folleto con títulos recomendados a los que añade unas líneas de comentario.

Me gusta porque nunca se deja arrastrar por las listas de más vendidos. Esos, qué demonios, no precisan recomendación. Y siempre surge alguna maravilla.

Su mesa de novedades es también peculiar. Como si no quisiera que determinados clientes profanasen el santuario –pero hay que hacer caja, qué demonios- amontona los Dan Brown y los Revertes al lado de la puerta. Si quieres encontrar algo interesante de verdad debes rodear la mesa. Al fondo, casi siempre, se encuentra algún ejemplar de obras que nunca aparecerán entre los libros más vendidos y que muchas veces ni siquiera son novedad editorial.

Esta digresión me conduce a la primera vez que Lluis me recomendó un libro, hace ya más de 15 años. Fue “El mundo es un pañuelo” de David Lodge, autor del que me he vuelto adicta.

Las críticas que se publican también son buenos señuelos, siempre que sean críticas y no reportajes basados en el marketing. El suplemento literario de un periódico de Valencia suele hacer recomendaciones muy oportunas y siempre alejadas de lo que a la industria editorial le interesa en ese momento. PostData, que así se llama el suplemento, me ha descubierto autores de mucho mérito, como Pasqal Quignard o Tristan Egolf.

El cuidado en la edición es otro de los motivos que me impulsan a adquirir un libro. Admiro las ediciones de Siruela –firma de la que me enorgullezco en poseer El Diccionario de los Símbolos, de Cirlot- y de Valdemar.

Me gustan las editoriales que se salen de lo trillado, como El Acantilado o Lengua de Trapo.

Y detesto profundamente las grandes superficies que dicen dedicarse a la cultura. No soporto Crisol, ni FNAC ni El Corte Inglés. Sin embargo La Casa del Libro sigue conservando ese olor un poco polvoriento a amor por las letras, aunque me quedo con La Máscara.

Mi aversión a estos comercios va desde la estética –la exhibición de volúmenes como si fueran sacos de patatas de oferta en el Carrefour- hasta la ignorancia inaudita de los dependientes. Un día en el Corte Inglés me enfadé muchísimo. Me atendía una señorita que vendía libros peor que si vendiera medias. Seguro que tenía más conocimiento sobre medias. Le pedí un libro de Mark Twain, del que llevaba la referencia completa y me soltó un “Es un libro de esoterismo, ¿no?”. Casi me la como. Me reprimí y contesté: “Señorita, es un clásico de la literatura americana. Me sorprende que no lo conozca”.

Me dí media vuelta y me dirigí a mi querida Máscara, donde no tuve que explicar quien era Mark Twain.