Otl Aicher ha sido uno de los más grandes diseñadores gráficos del siglo pasado. Aicher fue mucho más que un proyectista. Fue sobre todo un pensador que reflexionaba sobre las cosas y su utilidad. Cuando recibía algún encargo, previamente a acometerlo, realizaba estudios tan profundos que, antes de realizar el proyecto, escribía un libro.
Aicher en sus artículos y libros no dejó nunca de decir con toda claridad lo que pensaba, lo que le ganó no pocos enemigos. Pero sus reflexiones son absolutamente sinceras y honradas, perfectamente argumentadas y como autor de algunas obras de diseño (pero diseño de verdad, no dibujitos) que cambiaron conceptos, se podía permitir el lujo de herir susceptibilidades de egos engrandecidos.
Fundó la más prestigiosa escuela de diseño de la segunda mitad del siglo XX, la escuela de Ulm. La Für Gestaltung de Hochschule se funda como una escuela de diseño industrial puro, sin lastres artísticos heredados. Es más, Aicher renegó siempre de la tendencia de relacionar diseño y arte. El diseño era ingeniería, cómo fabricar objetos útiles optimizando los recursos y la satisfacción del usuarios, en el que la estética, sencillamente, no tenía cabida. Este pensamiento radical, sin embargo, favoreció que los objetos pudieran ser apreciados por su utilidad y no por su aspecto, dando pie a una especie de nueva estética o no-estética.
Trabajó para empresas como Braun –donde formó parte del equipo que se marcó como reto producir objetos honestos y humanos-, Lufthansa, Erco –posiblemente el fabricante de iluminación industrial más prestigioso del mundo que hace del concepto “diseño 0” una seña de identidad- o Balthraup.
Algunas de las obras de Aicher son extraordinariamente célebres, como la tipografía “Rotis” y, sobre todo, el sistema de pictogramas que elaboró para los Juegos Olímpicos de Munich y que abrió las puertas al desarrollo de la señalización (o señalética, como se empeñan en decir) como un concepto global con códigos simples e identificables por todos.
“El mundo como proyecto” es un libro que recopila varios trabajos de Aicher, ensayos en los que muestra su pesimismo ante una sociedad hiperconsumista, en la que nadie ya sabe cómo se hacen las cosas. Una sociedad donde una estética banal trata de ocultar la basura que produce. Una sociedad donde los productos se presentan no por sus atributos formales, sino apelando a lo emocional.
Un libro en el que los grandes gurús de la arquitectura del siglo XX, como el propio Mies van der Rohe o Le Corbusier, son criticados sin piedad, pero que también reconoce aportaciones de profesionales como Norman Foster de quien sin rubor se declara admirador de su obra.
Aicher, en términos generales, no soportaba la tiranía estética de los diseñadores italianos, pero tributa una sentida admiración por el trabajo de Charles Eames, un trabajo basado en el conocimiento profundo de los materiales con los que trabajaba y que lograba ensamblar con grandes dosis de genialidad, construyendo objetos concebidos para el uso humano con total comodidad y de manufactura barata. Otra cosa es que sus diseños estén ahora en manos de exclusivistas que exigen verdaderas fortunas por alguna de sus obras.
De Aicher me ha asombrado su lucidez y su absoluta falta de tacto. Resulta admirable. Otl Aicher se implicaba tanto en lo que proyectaba que, por ejemplo, antes de acometer el encargo de diseñar un sistema de cocinas industriales, estudio tanto las necesidades y soluciones que escribió un libro: “La cocina para cocinar”. No la cocina para que salga en las revistas de decoración o enseñar a las visitas. La cocina como lugar de trabajo, como espacio adecuado para realizar una actividad dura y exigente y que debe facilitar ese trabajo.
El resultado de “La cocina para cocinar” se puede observar ya en muchos restaurantes de campanillas y, aunque Aicher no lo pretendió en absoluto, abrió una nueva estética.
Aicher en sus artículos y libros no dejó nunca de decir con toda claridad lo que pensaba, lo que le ganó no pocos enemigos. Pero sus reflexiones son absolutamente sinceras y honradas, perfectamente argumentadas y como autor de algunas obras de diseño (pero diseño de verdad, no dibujitos) que cambiaron conceptos, se podía permitir el lujo de herir susceptibilidades de egos engrandecidos.
Fundó la más prestigiosa escuela de diseño de la segunda mitad del siglo XX, la escuela de Ulm. La Für Gestaltung de Hochschule se funda como una escuela de diseño industrial puro, sin lastres artísticos heredados. Es más, Aicher renegó siempre de la tendencia de relacionar diseño y arte. El diseño era ingeniería, cómo fabricar objetos útiles optimizando los recursos y la satisfacción del usuarios, en el que la estética, sencillamente, no tenía cabida. Este pensamiento radical, sin embargo, favoreció que los objetos pudieran ser apreciados por su utilidad y no por su aspecto, dando pie a una especie de nueva estética o no-estética.
Trabajó para empresas como Braun –donde formó parte del equipo que se marcó como reto producir objetos honestos y humanos-, Lufthansa, Erco –posiblemente el fabricante de iluminación industrial más prestigioso del mundo que hace del concepto “diseño 0” una seña de identidad- o Balthraup.
Algunas de las obras de Aicher son extraordinariamente célebres, como la tipografía “Rotis” y, sobre todo, el sistema de pictogramas que elaboró para los Juegos Olímpicos de Munich y que abrió las puertas al desarrollo de la señalización (o señalética, como se empeñan en decir) como un concepto global con códigos simples e identificables por todos.
“El mundo como proyecto” es un libro que recopila varios trabajos de Aicher, ensayos en los que muestra su pesimismo ante una sociedad hiperconsumista, en la que nadie ya sabe cómo se hacen las cosas. Una sociedad donde una estética banal trata de ocultar la basura que produce. Una sociedad donde los productos se presentan no por sus atributos formales, sino apelando a lo emocional.
Un libro en el que los grandes gurús de la arquitectura del siglo XX, como el propio Mies van der Rohe o Le Corbusier, son criticados sin piedad, pero que también reconoce aportaciones de profesionales como Norman Foster de quien sin rubor se declara admirador de su obra.
Aicher, en términos generales, no soportaba la tiranía estética de los diseñadores italianos, pero tributa una sentida admiración por el trabajo de Charles Eames, un trabajo basado en el conocimiento profundo de los materiales con los que trabajaba y que lograba ensamblar con grandes dosis de genialidad, construyendo objetos concebidos para el uso humano con total comodidad y de manufactura barata. Otra cosa es que sus diseños estén ahora en manos de exclusivistas que exigen verdaderas fortunas por alguna de sus obras.
De Aicher me ha asombrado su lucidez y su absoluta falta de tacto. Resulta admirable. Otl Aicher se implicaba tanto en lo que proyectaba que, por ejemplo, antes de acometer el encargo de diseñar un sistema de cocinas industriales, estudio tanto las necesidades y soluciones que escribió un libro: “La cocina para cocinar”. No la cocina para que salga en las revistas de decoración o enseñar a las visitas. La cocina como lugar de trabajo, como espacio adecuado para realizar una actividad dura y exigente y que debe facilitar ese trabajo.
El resultado de “La cocina para cocinar” se puede observar ya en muchos restaurantes de campanillas y, aunque Aicher no lo pretendió en absoluto, abrió una nueva estética.
4 comentarios:
Excelente entrada, que nos recuerda que hay vida más allá de la Helvetica.
Con serifas o sin ellas.
Un saludo.
Hola. Te invitamos a visitar nuestra publicación de cine y literatura. Un saludo.
Interesantísimo, para un profano como yo.
Un saludo, Alicia.
es uno de los diseñadores mas interesantes para mi. gracias a el me empezo a interesar la fotografia. deje las camaras digitales y me pase a las analogicas. un gran maestro
Publicar un comentario