lunes, octubre 03, 2005

Módena



Ha sido el viaje más multitudinario que hemos realizado hasta el momento. La pandilla se amplía, pero las meteduras de pata –literales- se diluyen ante un grupo tan numeroso.

De Valencia partimos siete personas. En Bolonia esperaba Pier, procedente de Barcelona, Roberto y Elená (lo pronuncian así, acentuado en la a) que venían de Roma.

En Bolonia recogimos los coches alquilados: una Galaxy y un Mondeo familiar y nos encaminamos a Módena. Allí buscamos el hotel que teníamos reservado. La ciudad es pequeña, así que no había mucha pérdida, pero, claro está, nos perdimos. Finalmente paramos a preguntar y ... como suele ocurrir en estos casos, el hotel estaba a 30 metros de dónde estábamos. ¡Qué ridículo!

La excursión descendió de los coches y se registró en el hotel. ¡Por fin un hotel italiano decente! Mucha parafernalia, eso sí. Se trata de un antiguo convento reconvertido en hostería, con techos pintados, grandes cuadros en las paredes, suelos de pórfido pulido ... y habitaciones enanas.

La alegre muchachada se dispuso a cenar, a excepción de Maitena que viajaba con un considerable catarro y prefirió atiborrarse de medicamentos y sudar en la cama.

Durante el viaje entre Bolonia y Módena Pier había estado negociando la reserva, que cambió dos veces. Finalmente acabamos en la Osteria Ruggero, que había tenido la deferencia de reservarnos una mesa para diez en su coqueta terraza. Así podíamos fumar. Todo un detalle.

La cena fue magnífica. El antipasto abundante y la pasta sensacional. Lo jodido fue que los chicos se empeñaron en pedir Lambrusco de vino ¿Alguien puede entender que guste esa especie de donsimón con gaseosa?

Con la excusa de que el Lambrusco es el vino típico de la región nos estuvieron vendiendo el artículo de forma descarada.

Paseando por las calles empedradas vinos un mercado –a esas horas cerrado- que resultaba francamente bonito a la luz de las farolas. Desde una calle se veía el Duomo y la punta del campanario de la catedral. Dejamos la visita turística para otro momento y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente cogimos el tren a Bolonia. Los trenes en Italia son larguísimos, como mercancías de esos que salen en las películas americanas. En 20 minutos estábamos en la estación de Bolonia, que siempre me da mala espina ya que me recuerda aquel atentando salvaje que perpetraron las Brigadas Rojas.

Compramos billetes de autobús para ir a nuestras labores y, metedura de pata. Alicia la mete, se cae de rodillas. Ya tenemos más bajas. De momento puede andar, pero cuando llegamos no puede doblar la pierna. La llevamos hasta el botiquín y allí se empeñan en mandarla al hospital. Se niega en redondo. Al final le dan una pomada antiinflamatoria y unas pastillas. Da pena verla como intenta andar. Encima se ha puesto tacones.

Nos encontramos con otro compañero que lleva dos días en Bolonia. Eugenio nos muestra algunos de los aspectos que nos interesan y al final de la jornada quedamos para tomarnos una cerveza en San Pancracio.

Al subir al autobús que nos lleva al centro Eugenio grita: "¡Las carteras!" Tenemos a un grupo de carteristas entre nosotros, acabaremos identificándolos porque a lo largo de tres días coincidiremos varias veces con ellos.

Paseamos por Independenzia hasta San Pancracio. Gisela y yo vamos mirando escaparates y yo compro un encargo que me han hecho. En la plaza cumplo un deseo que llevo demorándolo un año. En la plaza hay una sombrerería. En el anterior viaje ví un sombrero precioso, pero el establecimiento estaba cerrado, así que supuso un ahorro.

Pero hoy está abierto. Gisela me acompaña y me pruebo distintos colores. Al final me decido por uno azul agrisado, francamente elegante y que me queda muy bien.

Tomamos nuestras cervezas y regresamos a Módena. En esta ocasión es Alicia la que no se suma a la cena, debido a los dolores en la rodilla. Vamos a otro restaurante muy cerca del de la primera noche, también en la terraza. Esta es más grande, está en un jardín cuidado con la estatua de una mujer desnuda en el centro. Nos dan como alternativa pasta o fileto florentina. La mitad pedimos carne. Nos ponen una chuleta de brontosaurio por cabeza, imposible de engullir, a pesar de que casi nadie ha comido a mediodía.

Y, de nuevo, el maldito Lambrusco. Gisela y yo exigimos cerveza y nos sacan: ¡San Miguel!

Al día siguiente gran alboroto a la hora del desayuno. Elená tenía una nota en su habitación que habían pasado debajo de la puerta. Estaba escrita en papel con membrete del hotel. Más o menos decía: "Ayer no pude evitar ver el número de tu habitación en la llave (estos italianos están un poco atrasados en lo de las llaves magnéticas) Quiero decirte que me pareces una mujer preciosa y me gustaría conocerte" A continuación iba un teléfono móvil indudablemente español y de Vodafone.

Roberto propone llamar él y decirle: "Soy el marido de "la mujer preciosa", ¿qué te parece si nos vemos?" Y así, entre bromas y risas –con Elená ruborizada- partimos hacia Bolonia de nuevo.

Ese día es un lío. El grupo vuelve fragmentado a Módena, algunos se quedan a cenar en Bolonia. Aprovechamos para realizar las compras en Tamburini: bresaola, mozarella di buffala y pasta fresca. Nos lo empaquetan todo muy bien, como si fueran regalos caros.

Cuando llegamos a Módena aprovechamos que las tiendas están todavía abiertas para dar un paseo por la ciudad. Gisela y yo vemos unas botas PRECIOSAS.

- ¿Cuánto valen?, pregunta Gisela.
- Prada, contesto.

Y se da la conversación por terminada. En un cartel escrito con una letra microscópica aparece el precio que es casi nuestro sueldo mensual.

Seguimos el paseo. Vemos una chaqueta azul que nos deja boquiabiertas en un escaparate al otro lado de la calle. Cruzamos a toda prisa. No hay peligro, prácticamente solo circulan bicicletas.

- No mires, Gisela, es Gucci.

Y debajo de la chaqueta las botas más bonitas que he visto en mi vida. Y las más caras también.

Toda la calle está plagada de tiendas de lujo. Hay una pequeñita y realmente preciosa. Se llama L’Stilografica. Pienso que es un establecimiento de plumas, pero no, es de lencería, la más delicada que pueda imaginarse. En el escaparate un pijama de seda verde agua. Me recuerda a Katharine Hepburn en Historias de Filadelfia.

Paseamos por el Duomo. La música sale de la catedral. Están ensayando. Un cartel anuncia el concierto de órgano dentro de un par de horas con la orquesta de Rávena. La enorme plaza está a medio desmontar de algún espectáculo deportivo.

Nos fijamos en el campanile. ¡Vive dios! ¡Estos italianos no saben construir torres derechas! Esta está tumbada también. Ya conozco tres: la más famosa, Pisa; la pequeña de Bolonia y ahora la Giroldina de Módena.

Nos ha dado tiempo también de pasar por el mercadito antes de volver al hotel y arreglarnos para la cena. Me pongo un vaquero, la camiseta del demonio (con rabo trasero incluído) una chaqueta de raya diplomática y ... mi sombrero.

Esta vez es una cena reducida. Pier, Alicia –recuperada de su caída-, Gisela y yo. Los que no se han quedado a cenar en Bolonia prefieren ver el fútbol en la pantalla gigante del salón del hotel.
Vamos a la Osteria Ruggero de la primera noche. La dueña se acuerda de nosotros y nos saluda muy amable. Me dice que el sombrero me queda perfecto, que le gusta muchísimo.

Esta vez pedimos vino de verdad y no mariconadas.

Es nuestro último día. Después de desayunar hacemos el equipaje que ahora pesa bastante más, al menos el mío. En la maleta van varios kilos de revistas y catálogos. Subimos a los coches, de nuevo vamos con Pier. El trayecto hasta el aeropuerto es de lo más animado. Pier habla por teléfono y gesticula mientras conduce. Parece como si quisiera asustarnos. Cuando no hace eso, insulta a los otros conductores: "¡Patatina!" les grita.

Pasamos por una carretera en obras. El único carril disponible se usa alternativamente. El encargado de cortar o dar paso –nos toca pasar a nosotros- habla por el "telefonino" y fuma un cigarro. A su espalda se acumula una cola de vehículos que supera los dos kilómetros. Y el tan pancho.

En el peaje de la autopista Pier se desfoga contra los que no llevan monedas, por la tardanza en pasar el torno ... Asegura que se comprará un bazooka y acabará con todos ellos. Ni que tuviéramos prisa.

Dejamos los vehículos de alquiler y cuando entramos en la terminal anuncian la salida de un vuelo a Barcelona anterior al que tiene Pier. Se apresura, quedan plazas libre y cambia su billete. Ni siquiera le da tiempo a despedirse.

Dos horas más tarde aterrizamos en Manises.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Completamente de acuerdo con tu opinión del Lambrusco. Es como tomar vino con gaseosa. Lo tomé por primera vez el año pasado en Alicante y no volveré a tomarlo.

Alicia Liddell dijo...

Resulta sorprendente la capacidad que tienen los italianos para que todo lo suyo resulte seductor.

Un ejemplo de ello es el Lambrusco, ya comentado. Pero hay muchas más cosas.

Por ejemplo, los hoteles -de los que he comentado aquí en varias ocasiones- son en la inmensa mayoría de los casos establecimientos que en España no llegarían a la categoría de pensiones.

¡Y es una potencia turística!

Veo como ellos hacen el trabajo y a todo el mundo les parece perfecto. Si en el mío les imitáramos, rodarían cabezas.