Estoy siguiendo tres series de contenido político y las tres tienen un denominador común: la corrupción o, mejor dicho, la obsesión por el poder que desemboca en corrupción.
Desde mi admiración a The West Wing, tengo que reconocer que aquellos guiones eran comparables a Bambi. Y eso que aparecían asuntos turbios, pero siempre desde una perspectiva del bien general y de la decencia (desde un punto de vista americano), es decir, cuando se hacía algo reprobable siempre quedaba justificado por la consecución del bien general o el mal menor.
Esa visión humanista ha desaparecido de las tres series actuales: The Boss, Scandal y House of Cards.
Empecemos por la última, porque se trata de un remake de la serie del mismo título que hace más de 20 años produjo la BBC. Entonces ví algunos capítulos y me dejó, literalmente, pasmada.
La versión británica se centraba en un parlamentario que hace las mayores tropelías que puedan imaginarse como venganza por no ser designado para un puesto que esperaba. Y no voy a desvelar más para no machacar a los que vean la actual versión americana.
El más que solvente Kevin Spacey interpreta a Francis Underwood, el político vengativo, acompañado por una Robin Wrigth en el papel de una no menos manipuladora esposa.
El responsable de la serie es el director de Seven y Zodiac, David Fincher, de modo que la atmósfera turbia y opresiva está garantizada.
Si en House of Cards la historia se centra en una venganza política, en Boss se trata simple y llanamente de mantener el poder a cualquier precio.
El protagonista en esta ocasión es un alcalde de Chicago que lleva 20 años en el cargo y al que le han diagnosticado una enfermedad degenerativa e irreversible que él mantiene en secreto.
Kelsey Grammer es Tom Kane, el susodicho alcalde, que no duda en sacrificar a su propia unigénita si con ello consigue sus objetivos.
Como en el caso anterior, la cónyuge, en este caso interpretada por una gélida Connie Nielsen, es otra buena pieza, una mujer que no siente ningún afecto por su única hija. Según las circunstancias es capaz de traicionar a su marido o ser su instrumento para alcanzar alguna ventaja política. Las buenas relaciones entre ambos quedan reflejadas cuando a ella la disparan en un acto público y al recuperarse pregunta a Kane si ha sido cosa suya.
Mientras tanto, el alcalde no duda en traicionar, vender o asesinar a quien le estorbe en su carrera, todo ello mientras su enfermedad avanza inexorablemente.
La tercera serie es Scandal. Esta serie ha evolucionado de su primera a su segunda temporada. Mientras que en la primera se trataba de solventar algunos problemas de índole política en la que estaba involucrada la Casa Blanca -todo ello envuelto en una relación extramatrimonial del presidente republicano Grant-, en la segunda se sumerge de lleno en un escándalo bien conocido: el fraude electoral en Ohio. Como se recordará, Florida y Ohio fueron los dos estados donde se produjeron más irregularidades en las elecciones presidenciales que dieron el primer mandato presidencial a George W. Bush frente a Al Gore.
(Un inciso, lo que son las casualidades. Kevin Spacey protagonizo en 2008 el telefilm El Recuento que trataba precisamente de aquellas elecciones y las acciones emprendidas por Gore contra los resultados)
Aquí se habla directamente de fraude electoral por manipulación de las máquinas de votar, un fraude en el que está involucrado el círculo más cercano al presidente: su jefe de gabinete, su ex jefa de prensa (y amante), un multimillonario con intereses en armas y energía, una juez del tribunal supremo y la mismísima primera dama.
El personaje más fascinante es, en mi opinión, Melly Grant, la primera dama, una tipa que es capaz de fingir un aborto para arrancar unos votos o quedarse embarazada para mantener un matrimonio hace años muerto. Una verdadera joya de señora.
Otro de los personajes más interesantes es de Cyrus Been, ¡un jefe de gabinete gay en un gobierno republicano! Otro de sus atractivos es que, por una vez, el personaje gay es bastante ponzoñoso.
Hay que señalar que todas las series están envueltas en un cierto halo de glamour, a pesar de la sordidez de las historias.
Es impensable que aquí, y mira que la realidad es sórdida, sean capaces de hacer un guión decente. Resultaría fácil, porque de material para inspirarse -o directamente copiar- no andamos escasos. Lo malo es que sería un argumento sin inteligencia (repasénse las declaraciones de Floriano, Cospedal o Botella, por poner un caso, o personajes tan siniestros y carentes de todo atractivo como Cristina Cifuentes), lo que daría origen no a un drama político sino a un sainete. Y no está el ambiente para comedias.
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