lunes, agosto 01, 2005
Libros
Sigo con los libros. ¿Qué nos mueve a comprar unos títulos frente a otros?
Reconozco que en algunas ocasiones me dejo llevar por el impulso. Veo un libro en un escaparate y es como si viera unos zapatos soñados: tiene que ser mío. Así adquirí uno de los libros más bonitos que tengo. Se trata de “La enciclopedia de las cosas que nunca existieron”, un volumen deliciosamente ilustrado que, dado su tamaño, no me cabe en ninguna estantería.
También compré, por sus ilustraciones, el Libro de las Hadas. Debió ser una temporada que en la que me obsesioné con la mitología nórdica, posiblemente, gracias a “El Señor de los anillos”. Pero esa es otra historia.
Luego están aquellos libros recomendados. Durante más de tres años trabajé por las tardes, en mi época de Facultad, en una librería. Entonces, quitando La Casa del Libro, no existían las macrotiendas de libros como ahora. El cliente solía ser habitual, conocíamos sus gustos y nos solía hacer caso cuando le sugeríamos algún título.
Se construyeron así relaciones largas y de confianza.
Recuerdo que el primer libro que recomendé –fue como un bautizo de fuego- resultó ser “El beso de la mujer araña”, de Manuel Puig. Ese libro, como luego otros del mismo autor, me sedujo. Creo que vendí varias docenas del título.
Ahora también suelo hacer caso de las recomendaciones del librero de cabecera, un encantador personaje que tiene un minúsculo local atestado. La librería se llama La Máscara y tanto el librero como la librería son casi un calco de aquel primer trabajo serio que desempeñé.
Lluis, el librero, se define por su amor a los libros. Dos veces al año –por Navidad y a principios de verano- edita un folleto con títulos recomendados a los que añade unas líneas de comentario.
Me gusta porque nunca se deja arrastrar por las listas de más vendidos. Esos, qué demonios, no precisan recomendación. Y siempre surge alguna maravilla.
Su mesa de novedades es también peculiar. Como si no quisiera que determinados clientes profanasen el santuario –pero hay que hacer caja, qué demonios- amontona los Dan Brown y los Revertes al lado de la puerta. Si quieres encontrar algo interesante de verdad debes rodear la mesa. Al fondo, casi siempre, se encuentra algún ejemplar de obras que nunca aparecerán entre los libros más vendidos y que muchas veces ni siquiera son novedad editorial.
Esta digresión me conduce a la primera vez que Lluis me recomendó un libro, hace ya más de 15 años. Fue “El mundo es un pañuelo” de David Lodge, autor del que me he vuelto adicta.
Las críticas que se publican también son buenos señuelos, siempre que sean críticas y no reportajes basados en el marketing. El suplemento literario de un periódico de Valencia suele hacer recomendaciones muy oportunas y siempre alejadas de lo que a la industria editorial le interesa en ese momento. PostData, que así se llama el suplemento, me ha descubierto autores de mucho mérito, como Pasqal Quignard o Tristan Egolf.
El cuidado en la edición es otro de los motivos que me impulsan a adquirir un libro. Admiro las ediciones de Siruela –firma de la que me enorgullezco en poseer El Diccionario de los Símbolos, de Cirlot- y de Valdemar.
Me gustan las editoriales que se salen de lo trillado, como El Acantilado o Lengua de Trapo.
Y detesto profundamente las grandes superficies que dicen dedicarse a la cultura. No soporto Crisol, ni FNAC ni El Corte Inglés. Sin embargo La Casa del Libro sigue conservando ese olor un poco polvoriento a amor por las letras, aunque me quedo con La Máscara.
Mi aversión a estos comercios va desde la estética –la exhibición de volúmenes como si fueran sacos de patatas de oferta en el Carrefour- hasta la ignorancia inaudita de los dependientes. Un día en el Corte Inglés me enfadé muchísimo. Me atendía una señorita que vendía libros peor que si vendiera medias. Seguro que tenía más conocimiento sobre medias. Le pedí un libro de Mark Twain, del que llevaba la referencia completa y me soltó un “Es un libro de esoterismo, ¿no?”. Casi me la como. Me reprimí y contesté: “Señorita, es un clásico de la literatura americana. Me sorprende que no lo conozca”.
Me dí media vuelta y me dirigí a mi querida Máscara, donde no tuve que explicar quien era Mark Twain.
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1 comentario:
Si hay algún rasgo predominante en mi carácter es la vacilación. Esto es especialmente preocupante cuando necesito satisfacción y no sé donde buscarla. No sé por qué motivo siempre acudo al arte y la ficción en busca del contento perdido. Entonces me dejo influir por el entusiasmo del crítico literario al analizar brevemente un libro en cualquier suplemento cultural. Lo cierto es que no necesito leer libros y mucho menos que me los adornen lirícamente o sin ningún pudor y fundamento objetivo los eleven hasta el Parnaso. Principalmente es la temática lo que más me atrae y tiene que ver con mis básicas carencias existenciales. Ese es mi principal criterio de selección. El segundo es la envidia: Si compruebo que alguien goza leyendo un libro aunque sea de mecánica cuántica empieza a atraerme inevitablemente. El tercero es la admiración de la personalidad del autor: Si lo he visto en la tele y me ha fascinado su manera de expresarse, su fluidez oral o las ideas que transmite ya no puedo dejar de pensar en su obra. El cuarto y último es lo que yo llamo “mi complejo de capitán Silver”: Estoy seguro de que hay tesoros de literatura ocultos en alguna vieja librería , mercadillo o arcón enterrado. Algunos de estos tesoros los encontré editados en Lumen: Libro de horas (Rainer Maria Rilke) y aforismos completos (Wallace Stevens). Es una editorial que, como tu decías, Alicia, no busca la venta masiva y veloz sino que apuesta por la calidad incuestionable ante todo lo demás. Una curiosidad de esta editorial es que edita libros de poesia encuadernados de un modo peculiar. Hace falta separar las hojas, en la parte superior del libro, con un cuchillo por que vienen unidas. No me disgusta especialmente la venta de libros en grandes superficies comerciales. Un libro sigue siendo un libro se venda donde se venda y como se venda. Me haría ilusión encontrar un libro oculto en un saco de patatas (vuelve a manifestarse mi complejo…)
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