Se jubiló don Ricardo. Por fin el viejo chivo dejaba de torturarnos. Digo casi porque ni Pepita ni yo nos hacíamos muchas ilusiones. La que estaba emocionadísima era Amalia. Tras 30 años siendo la secretaria y luego la principal ejecutora de los planes de don Ricardo, se veía ocupando el despacho de 40 metros cuadrados que ahora estaba libre.
Yo detesto a Amalia, doña Amalia. Llevo con ella más años que con mi mujer y con ella paso más horas al día. Es un ser egoísta, arrogante, insidioso … y yo nunca he tenido lo que hay que tener. Es decir, no soy un trepa.
Así Amalia, doña Amalia, se relamía a la vista del gran objetivo de su vida. No su marido o sus hijos: ocupar el despacho de don Ricardo.
Y eso, para Pepita y para mí, no era una buena noticia. Llevábamos lustros aguantando sus desplantes, su falta de respeto, su despotismo. Era un calco de don Ricardo, pero peor, porque al viejo le veías venir, pero ella iba con su sonrisita por delante y el puñal desenfundado.
La cuestión es que el nombramiento, siquiera provisional, no se produjo. Al cabo de una semana el consejo de administración comunicó que un tal Samuel Beltrán era el nuevo director. ¡Menudo cabreo!
Pepita y yo, encantados.
No teníamos ni idea de quien era el tal Samuel, o Beltrán, que casi ni sabíamos si era nombre compuesto o apellido. Ni su aspecto, edad o preparación. Pero solo de ver la cara de pasa que se le quedó a doña Amalia, ya me caía bien el nuevo.
A la cara de pasa se le desorbitaron los ojos cuando vió a nuestro nuevo jefe. Andaría por los 30 o poco más. Era callado y educado. Y doña Amalia debió pensar que a ese yogurín le iba a dar sopas con honda. Vamos, que se iba a hacer la imprescindible y ser la directora en la sombra.
Lo que doña Amalia interpretó como inexperiencia era, en realidad, tacto. Y Beltrán llevaba un plan en la cabeza que puso en marcha como un bulldozer. Poco a poco, derribando resistencias y sin herir susceptibilidades.
Su primera decisión me gustó. Vamos, que casi le doy un beso en la boca.
Llegó al despacho, se sentó a la mesa y reunió a todo el equipo, una docena de personas en total. Apenas nos habíamos presentado y expuesto qué papel desempeñábamos cada uno, cuando pareció que se desentendía del grupo.
Se quedó mirando el dictáfono, viejísimo, y preguntó:
- ¿Qué es esto?
Pepita, principal víctima del chisme, explicó el uso.
- Don Ricardo lo usaba para llamarnos al despacho.
¿Lo usaba? ¡Se pasaba el día apretando el botón! ¡Nos achicharraba a timbrazos! Y luego se oía por el altavoz: “Pepita, Pepita, Pepita” o “Juanjo, Juanjo, Juanjo” (éramos sus preferidos) y no paraba hasta que el interpelado aparecía en la puerta.
- Tengo entendido que hay un sistema de extensiones telefónicas.
- Sí, pero don Ricardo prefería usar el dictáfono.
- Pepita, llame al técnico y que retire este trasto.
Ahí pensé: “Van a cambiar más cosas. Esto se pone interesante”.
Doña Amalia se pegó al jefe como una lapa, más bien como una babosa. Tenía que hacerse la imprescindible. Al menos debía conservar su status.
Y Beltrán callaba, observaba e iba introduciendo cambios. No confraternizaba con nosotros. Hacía uso de nuestra experiencia y nos pedía la opinión, que no consejo. Luego hacía lo que creía conveniente.
Y Doña Amalia seguía babeando encima de él. Luego, como Beltrán era muy independiente, se quejaba, porque se iba sin despedirse, o mantenía la puerta del despacho cerrada cuando no quería que le molestaran. Y verse la puerta cerrada hacía que su perfecto cardado se alborotara.
Delante de Beltrán era como una madre solícita. Cuando éste desaparecía el director se convertía en “este chiquito”, con un acepto despectivo que a nadie engañaba.
Cuando coincidía con alguna de su quinta en el ascensor, se quejaba y con voz resignada sacaba aquello de “despues de tantos años de sacrificios por la empresa … y ya ves. No cuenta para nada la experiencia … “ etc, etc, etc ...
Eso sí, doña Amalia tenía un enorme valor para Beltrán: conocía como nadie a los clientes y les sabía tratar, arrastrándose como una alfombra, pero a ellos, al parecer, les encantaba. Y sobre todo les encantaba a sus señoras.
- Don fulanito, ¿cómo está? ¿y su señora?
Había días en que la hubiera estrangulado con el cable del teléfono, todo con tal de dejar de oir aquella voz chillona que me taladraba el cerebro. ¿Para qué demonios usaba el auricular si sus graznidos se oían en kilómetros a la redonda?
Pues eso, doña Amalia ya se veía, cuanto menos, conservando el estatus y, en el mejor de los casos, en mejor posición.
Hasta que llegó Begoña. Porque Begoña era de la edad de Beltrán, hablaba tres idiomas perfectamente y encima llamaba la atención por su físico. A mí no me gustaba, que conste, me parecía un travelo; pero el 90% de los tíos se giraban cuando pasaba.
Doña Amalia vió su incorporación como una amenaza, que lo era. Y los demás nos preparamos para divertirnos.
Begoña llegó haciendo derroche de simpatía y de lo que ella llamaba “asertividad”. La tía tenía toda la pinta de ser una adicta a los manuales de autoayuda. Bueno, pues eso, que enseguida quiso hacerse amiguita y buscar aliados contra la bruja de Amalia.
A mi no me engañaba. Begoña era exactamente igual que doña Amalia: una trepa. Eso sí, con mucha sonrisita y mucha “asertividad”. ¡Y un huevo!.
Fue la guerra, subterránea, pero guerra. Se hacían trizas la una a la otra, se ponían la zancadilla, se gastaban unas putadas estupendas.
Y luego venían una tras otra a contar sus cuitas cuando la otra no estaba.
- ¡Qué se habrá creído esa! (decía una)
- ¡Siempre me está haciendo la puñeta! (aseguraba la otra)
Begoña, además, solía hasta soltar alguna lagrimita y nos confesaba que si la situación no cambiaba ella se iba, porque tenía otras ofertas. ¡Y una mierda! Lo que ella pretendía era que alguno de nosotros fuéramos con el cuento a Beltrán. Para chismorreos estábamos nosotros. Total, a doña Amalia le quedaban cinco años para jubilarse y mientras estuviera entretenida en la guerra con Begoña a nosotros nos dejaba en paz. Es decir, oficialmente parecíamos neutrales, pero tácticamente preferíamos a doña Amalia.
Aunque fuera una rastrera-hija-puta ya le teníamos cogido el tranquillo y la otra era una versión corregida, aumentada y mejorada. Vamos, ni de coña.
Cuando Begoña se dio cuenta de que a los veteranos no nos seducía empezó su labor de zapa con los nuevos. Resultaba tronchante ver sus maniobras para captar aliados, como al pobrecito Juan.
Juan tenía una habilidad. Sabía disfrazar su innata vaguería. Hacía las cosas, pero a su ritmo. Hay que reconocer que jamás dejó algo por hacer o fuera de tiempo, pero se las apañaba para que no le adjudicaran más faena que la que estaba dispuesto a hacer. Cumplía lo justito, lo que ya era mérito.
El caso es que doña Amalia se percató de la preferencia que Begoña mostraba por Juan y empezó a putearle. Le daba faena y el otro se resistía. Y ella se quejaba: que si es un maleducado, que si es un maltrabaja, que mira qué contestaciones … Mientras tanto Begoña le jaleaba: “Juan, ni caso, tu eres un profesional”.
Pepita y yo, cuando bájabamos a almorzar y estábamos lejos de los oídos de los demás, comentábamos la faena.
- A una de las dos le va a dar una pataleta el día menos pensado.
- ¿Cómo acabará esto?
- Como acabe, a nosotros nos es igual. Ya somos mayorcitos para que nos metan en estos juegos. Y si se ponen burras, pedimos el traslado a otro departamento ¿Qué te apuestas a que se soluciona el problema?
Para mí que Beltrán no se ha visto nunca en una como ésta. Dos lobas disputándose un trozo de terreno. Me da la impresión de que no sabe manejar la situación, que espera que se resuelva por sí misma; que se aburran de tirarse del moño. Mientras que los resultados globales sean buenos, tampoco tiene mucho motivo para intervenir, porque no va a reñirles como un maestro de escuela a dos crías díscolas.
Mientras tanto, observamos; Juan empieza a darse cuenta de que más le vale no tomar partido y el resto del departamento y Begoña … Begoña el día menos pensado se toma una baja por maternidad hasta que pase la marea.
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