miércoles, abril 12, 2006

Milán, un año despues

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Esta vez la pandilla no ha viajado junta. Voy sola a Milán. A las 6:30 llego al aeropuerto, facturo el equipaje y salgo a la calle, a fumar. A las 7:45 embarcamos y a las 10 aterrizamos en Malpensa. Un autobús nos recoge para dejarnos en Rho y proseguirá hasta el hotel para depositar las maletas.
Lo habitual. La autopista de peaje está colapsada. Tardamos hora y media en llegar a Rho. Paso el control de accesos y me dirijo al Ufficio de Stampa. Recojo la documentación, me regalan un libro de Skira –una editorial italiana muy buena de arte, arquitectura y diseño- y una mochila acolchada roja adecuada para transportar el portátil.

Me hago con un plano y elijo el itinerario que voy a seguir. Lo primero, Satellite. Llamo a Maitena, me dice que se va en ese momento camino del aeropuerto. Llamo a Alicia, ídem de ídem. Coño, se pira todo el mundo. Llamo a Roberto, me dice que me llama luego para un café.

Me voy a Satellite. Hay muchísima gente, sobre todo jóvenes, probablemente alumnos de las innumerables escuelas de diseño que acoge Milán. Hay cosas interesantes que fotografío, recojo información, cd’s …

Después de tres horas llamo a Tendero. Me espera en el stand de Domus. Está también Sabrina. Hablamos de su viaje a Valencia el pasado febrero y me cuenta sus impresiones. Se añaden a la conversación dos personas más del staff de Domus y acabamos haciendo un elenco de posibles restaurantes en los que cenar. Finalmente nos decidimos por la Trattoria Milanesa.

A las cinco cogemos el Metro para ir a Tortona, donde se celebra buena parte de Fuori Salone. En la primera estación se apagan las luces del tren. La megafonía informa que ha caído la tensión, que se solucionará enseguida. Menos mal que en los andenes hay luz. No quiero ni imaginar si nos pilla en medio del túnel.

Aun así, la chica que tengo al lado está nerviosa. Me pregunta, como si yo supiera, si hay parada de taxis. Le digo que no se preocupe, que el metro volverá a funcionar enseguida. Pero no parece convencida y finalmente abandona el vagón. Una pareja sentada frente a nosotras nos alarga la mano con una tarjeta. Son españoles y nos ponemos a charlar. Moisés y Lucía. Diseñadores gráficos. También van a Tortona, podemos ir juntos, al menos un tramo.

En Porta Génova nos bajamos, atravesamos la pasarela y entramos en Tortona. Allí también nos separamos con la promesa de llamarnos a la vuelta. Son encantadores. Lucía se despide repartiendo besos a diestro y siniestro.

Vemos un outlet en un almacén de una calle trasversal. Un conjuntito de Moschino, 1.100 euros.

Y empezamos la peregrinación que durará hasta las 9 de la noche, cuando Tortona y las calles adyacentes estén intransitables. Vemos diseño inglés, portugués, italiano, por supuesto …

Tendero me acompaña al hotel. Me registro y compruebo que las maletas están en la habitación. Cogemos un taxi hasta la trattoria. El taxista nos lleva por calles imposibles a velocidades suicidas.

El restaurante está a parir. Aunque tenemos reserva, no nos darán mesa en media hora. La zona de espera es tremendamente angosta y hay que compartirla con los camareros que la atraviesan para servir en los comedores que se abren a ambos lados.

Una señora mayor con aspecto de sudamericana que lleva una de las chaquetas más bonitas que he visto traba conversación. Vive en Londres, nos dice.

Finalmente opto por salir a la calleja, Vía Santa Marta, para fumar. Dos parejas de árabes se suman. Una de ellas viste a la occidental. Tiene una melena oscura hermosísima, el pelo pesado y brillante le cubre la espalda.

Al cabo del rato nos acomodan en una mesa, pegada a otra donde una pareja de franceses acaban de hacer la comanda. Nos sirven pronto y pedimos el mismo vino que han solicitado los franceses. Las mesas están tan juntas que acabamos hablando los cuatro.

La cena ha sido estupenda: bresaola y osobuco con polenta.

Estoy cansada. Un taxi que espera a un cliente que no llega acaba por aceptarnos como pasajeras. Llego al hotel y caigo rendida.

A las 8 bajo a desayunar. Oigo una voz conocida. Alejandro habla por el móvil, levanto la mano.

- Anda, ¿te alojas aquí? Elías y yo también, el resto está en el Cusani.

Han llegado en el último vuelo. Acabamos desayunando juntos, pero ahí nos separamos. Ellos irán a Rho y yo a la Trienalle.

A las 9 he quedado con Tendero. Cogemos el metro hasta Cadorna. Hasta las 10 no abre la Trienalle, así que aprovechamos y visitamos el castillo Sforzesco. Es impresionante de tamaño. Tiene algunas fachadas estarificadas, pero deterioradas. Hay un par de exposiciones, una de ellas sobre arte africano.

Atravesamos el parque hasta llegar a la Trienalle. Y ya es no parar. Hay una magnífica exposición de artículos de cocina desde los años 50. Vamos de sala en sala, cambiando de tema, hasta llegar a la librería que es sencillamente tentadora. Sé que me voy a llevar algo. Me decido por un libro que recopila todos los rascacielos de Nueva York. Me cuesta más de 60 euros.

Subimos a la planta superior. En las escaleras se exponen los proyectos finalistas y los ganadores del concurso Nespresso. Una de las salas se dedica a los ganadores del concurso Mini. Uno de ellos resulta divertídisimo y la gente no hace más que jugar con él: saltan, pasan corriendo, se paran de repente …

Persol tiene una zona grande para la exposición Incognito. Sobre una mesa larguísima proyecta productos y personajes. En las paredes vitrinas. Todo ello en un ambiente prácticamente negro.

Nos queda la exposición de 50 años de diseño japonés. Están todos, desde Panasonic a Nikon, pasando por Toyota, Sony o Fujitsu. Hay motos, prototipos de vehículos, cámaras, ordenadores, teléfonos, bicicletas, aspiradores, televisores, radios … Mucha gente se agolpa en los pasillos o pega la cara a las vitrinas.

Cerca de las 2 decidimos tomar una cerveza. La cafetería de la Trienalle es enorme y limpia con una característica: no hay dos sillas iguales. Los clientes almuerzan el plato del día y comparten mesa.

Llama María preguntando dónde y con quien estoy. Le informo. Me dice que me llamará más tarde para vernos, que tiene una reunión y, “tía, esta mañana creí que tenía una pesadilla, estaba desayunando y me veo a Miguel”. Le informo que a mi me ha pasado algo similar.

Atravesamos de nuevo el parque y andamos por Palermo y Magenta hasta llegar a Moscova. Allí tenemos varias paradas. De camino entramos en una panadería y compramos dos trozos de pizza recién hecha. Entramos en la exposición de Menphis, en Frau, en Poliform y en todos aquellos patios abanderados por Interni que vamos encontrando por el camino.

En un JaiAlai una exposición magnífica de diseño británico.

Acabamos en la Vía della Spiga. Nada más girar la esquina una avalancha de gente satura la estrechísima calle peatonal. Primera parada, Dolce e Gabanna, que parece que han comprado todos los bajos comerciales de la calle. Cristofle, Giorgio Armani, Prada –parece que es el primer día de rebajas en Zara- Roberto Cavalli, más Dolce e Gabanna, Tiffany’s, Bulgari, Moschino, Etro … Muchas dependientas son orientales, todas ellas jovencísimas y guapísimas.

Decidimos ir hasta el Duomo, por el camino, esta vez sí, un Zara de cinco plantas que parece un Zara. Hasta los topes. Un negro altísimo y bien trajeado, tan guapo como Michael Jordan, guarda la puerta. Acabamos en La Rinascente, sección de perfumería para comprar un encargo. Aquí los dependientes también parecen sacados de un casting. Guapos, altos, jóvenes ...

La fachada de la catedral, como el año pasado, sigue cubierta de lonas, pero el resto ya está limpio y se exhibe a los años de los visitantes.

Nos invitan a una copa en un hotel muy de desing, suelos de cemento pulido, paredes de cobre oxidado … y luego al metro, vuelta al hotel, arreglarse un poco y salida a cenar cerca de Cadorna.

En el metro preguntamos por el último servicio a un grupo de empleados. Tras informarnos, uno de ellos pregunta:

- ¿Madrid o Barcelona?

Tendero contesta: “ Barcelona”.

- ¡Oh, Milan-Barcelona!

Yo no me puedo contener y digo con un guiño: “Villarreal”

Tres de los empleados empiezan a partirse de risa y señalan al cuarto: “Ese es interista”.

Llegamos a la Osteria. Para no variar, todavía no hay mesa. Nos tomamos una cerveza en la calle. Volvemos casi a compartir mesa, esta vez con dos chicas y un chico italianos que nos recomiendan il filetto a la fiorentina. Lo íbamos a pedir.

El chuletón, casi crudo, llega deshuesado y fileteado a la mesa. Esta buenísimo, pero es demasiada cantidad. Al final hemos terminado el vino y quedan dos pedazos en la fuente que el camarero se empeña en que terminemos, pero nos resistimos.

Fresas con grand marnier y manzanilla y regreso al hotel.

Me levanto temprano y tras ducharme hago el equipaje. Lo dejaré en recepción para que lo pongan en el autobús que nos llevará al aeropuerto. Cambio las cosas un par de veces. Lo más pesado en el troley, demasiado papel. Al final la ropa acaba arrebujada en la bolsa de mano.

Desayuno, esta vez sola, y a las 9 salgo hacia Rho.

De nuevo, atasco en la autopista. Estamos parados cuando oímos un golpe en el autobús, miramos por las ventanillas y vemos un monovolumen completamente abollado contra el quitamiedos. El conductor no puede salir, llegan corriendo dos operarios de los que ponen bolardos móviles en los carriles, le sacan por la ventanilla. Una línea de humo se eleva de la parte trasera y en pocos segundos todo el coche está en llamas. Nos miramos asombrados. El conductor del autobús baja junto a varios pasajeros. No hay señales de ningún golpe, pero el otro vehículo es una hoguera.

Llama María:

- ¿Dónde estás?
- Acabo de llegar a Rho.
- Vamos del revés, estoy en la Trienalle y luego iré a Tortona.

Confío en vernos en el aeropuerto, pero ella coge el último vuelo. Llegará a Valencia pasadas las 11 de la noche.

Entro en una de las cafeterías, que está llena. Milagrosamente consigo una mesa y planifico la mañana. A las 2 el autobús nos llevará al aeropuerto. Recorro los ocho pabellones que me he propuesto ver. Veo a algunas personas conocidas, nos saludamos y charlamos un rato.

Estoy realmente cansada. A la 1:30 como un panino y me dirijo al aparcamiento de autobuses. Elías y Alejandro ya están allí. El resto de la expedición viaja en otro autobús y nos informan por el móvil del mostrador de facturación y el embarque.

Nos da tiempo a hacer las últimas compras. Por supuesto, hay dos paradas fijas: la tienda de Ferrari y el supermercado. Compro tagliatelle al tartufo blanco, carísimos. Una caja de 250 gramos, 23 euros. Pero qué buenos están.

Embarcamos y despegamos en hora. Elías saca una basura de Dan Brown para leer y yo a John Irving. Tengo sueño, me quedo dormida. Me despierta la voz del comandante que dice por megafonía que tenemos 230 km/h de viento de morro y llegaremos con unos 25 ó 30 minutos de retraso. Al menos no hay turbulencias.

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