sábado, agosto 19, 2006

2.000 kilómetros y un congelador


Una doble incidencia familiar nos hizo replantearnos el asueto vacacional. Lo previsto era quedarse ganduleando en casa con alguna salida ocasional. Tras conseguir acomodo para uno de los perros -el bueno- salimos toda la familia y el perro trasto dipuestos a recorrer 700 kilómetros.

Como mi madre está convalenciente de su enésima crisis cardio-respiratoria no era cuestión de agobiarla más de lo debido, así que nos alojamos en un hotel cercano y nuevo. El perro trasto quedó encomendado al cuidado de los abuelos que siempre han demostrado buena mano con los canes y, además, podía disfrutar de un espacioso patio y huerto.

Los días pasaron en visitas al médico, pruebas de sintron, preparar comidas y cenas, paseos por el río e inspección de las modificaciones realizadas por la última concentración parcelaria. Cuando la abuela se encontraba bien -es decir, nos reñía a todos y cada uno de los presentes- hacíamos alguna escapada con el vano propósito de inculcar a las chicas algún aprecio por el enorme legado que las generaciones pretéritas dejaron en aquellas tierras, atravesadas por el Camino de Santiago.

Tras una semana, el padre y la progenie (incluyendo al perro travieso que descubrió la excitación de perseguir y cazar ratones de campo) regresaron a casa, mientras que yo me instalaba en la casa que fuera de mi abuelo y ahora de mi padre.

Al día siguiente de la vuelta a Valencia recibo una llamada:

- Tenemos un problema. La puerta del congelador no se puede cerrar, está lleno de hielo.

Me alarmo, ya que justo el día antes de nuestra salida -y dado que no teníamos previsto salir- había comprado prácticamente todo el género cárnico de mi habitual proveedor. Ante el cambio de planes fue necesario congelar toda la compra.

Doy las instrucciones básicas:

- Hay que descongelar, tardará poco más de una hora. Saca todo lo que hay dentro y lo guardas en la nevera. Desconecta el congelador y deja la puerta abierta.

Al día siguiente nueva llamada:

- Esto sigue lleno de hielo.
- Eso es imposible, no tarda más que una hora en descongelarse. ¿Habeis desconectado el congelador?
- Sí
- ¿Habeis sacado la carne?
- ¿Hay que sacar la carne?
- &@#~ ... que pondrían en los tebeos

No hubo más referencia al congelador en los días sucesivos, por lo que concluí que el asunto estaba resuelto, aunque la utilidad de la carne almacenada quedaba en entredicho.

El jueves 17 a mediodía, una vez comprobado que la salud de mi madre volvía a estabilizarse, regresé. Tenía 700 km. por delante sin posibilidad de relevo al volante, con una parada en Madrid en casa de mi hermana.

Llegué al hogar, dulce hogar, sobre las 9 de la noche con un marido persiguiéndome en coche y desde el garage apremiándome a que conectara el portátil porque era urgentísimo enviar un documento por correo electrónico que estaban esperando. Así que sin tiempo de hacer el socorrido pis, saqué el portátil y realicé las pertinentes conexiones. Unos minutos más tarde confirmaban vía telefónica la recepción del dichoso documento.

Satisfecha la urgencia, fuí a la cocina y comprobé que la puerta del congelador permanecía abierta. ¡Mecachis! Olvidé darles las instrucciones para conectarlo. Pero tras una atenta observación comprobé que ¡seguía habiendo hielo!.

El congelador no había sido desconectado, simplemente habían puesto el termostato al mínimo, así que no se había resuelto nada. ¿Pero qué pandilla de inútiles compone mi familia? No se trata de fabricar una nave espacial, ni siquiera de la peligrosa tarea de cambiar una bombilla. Sólo hay que abrir una puerta y dar a un botón.

Al cabo de la hora el congelador estaba limpio y de nuevo en marcha, esta vez con la puerta cerrada. Toda la carne fue desechada, ya que tras casi una semana despedía un tufo que más que sospechoso era evidencia. Fue necesario fregar con amoniaco la nevera para eliminar el olor y, por supuesto, el viernes a primera hora hubo que hacer una visita urgente a la carnicería para reponer el género estropeado.

Mi hija mayor es capaz de resolver complicados problemas de termodinámica, pero al parecer algo tan cotidiano como un congelador no merece la aplicación de sus conocimientos. La pequeña vive en otra dimensión habitada por mensajes al móvil y mi marido tiene a gala ser un inepto total para las tareas domésticas.

Estoy convencida de que es una conjura, y no precisamente de necios.

La fotografía es de Las Médulas

6 comentarios:

Fer dijo...

Bienvenida de nuevo a estos peculiares pagos. Espero que el trajín de estos días se sosiegue y volvamos a tener la mejor versión de Alicia, no una Alicia poseída por la rabia que provoca la incompetencia ajena.
Piensa que, al menos, no te quitaron puntos del carnet pese a lo largo del trayecto. Aún así, de habértelos quitado siempre podrías comprar otros en Internet, en lo que parece la última moda.
Lo dicho: bienvenida.

Alicia Liddell dijo...

No Fer, no es rabia. Es impotencia ante tanto desinterés. Me lo tomo a risa y bromeo con su incompetencia (que creo que no es tal, sino sólo pasotismo)

En cualquier caso el viaje ha sido interesante y dará para varias entradas en el blog.

Francisco Ortiz dijo...

La realidad de la que hablaba en algunos de sus relatos Carver, aunque supongo que a ti te ha costado más que a él administrarle humor a lo escrito...

Laura Diaz dijo...

Me alegro que la enésima crisis cardiaca de tu madre se haya resuelto satisfactoriamente. De todas formas, todos lo sabemos, siempre habrá una nueva...

Bien, hace varios días que pienso en el mismo tema de tu publicación. Las mujeres seguimos cometiendo errores mayúsculos en la educación de nuestros hijos. Y si nuestros hombres son "un caso perdido" los desastres domésticos pueden alcanzar niveles increíbles. No se aprende a través del ejemplo ni por ósmosis. No alcanza con que nos vean diariamente haciendo ésto o aquello en la casa. Es más, creo que si nos ven, el resultado es peor. Es decir, llega un momento que dejan de ver. Las cosas se resuelven, no importa cómo, y todo aparece listo. Si nos quejamos, nos tratan de locas o histéricas. Si no nos quejamos, vamos acumulando un enojo ancestral que nos convierte en sufragistas o en feministas sesentistas. Si no hacemos las cosas, la casa se nos cae encima. Y, al menos en mi caso, termino levantándola yo. Lo que me enfurece, pues no quiero ser imprescindible, pero "ellos" me hacen así.

Creo que la educación de los hijos (olvidemos a nuestros hombres) es una cansadora tarea cotidiana. Agotador trabajo que se suma a la "doble jornada" que nos regaló (y nosotras, tan idiotas, tomamos)el modernismo, el feminismo, y el capitalismo salvaje.

Educar a nuestros hijos no es solamente ayudarles a encontrar sus caminos en la vida, a ser felices, a cepillarse los dientes, a comprenderles, a respetarles en su individualidad. Educar a nuestros hijos es también inculcarles responsabilidades domésticas, tareas diarias en función de su edad. Aunque nos canse, aunque nos agote, aunque se sume a nuestras demás obligaciones, y nos quite ese preciado y escaso tiempo que disponemos para nuestros gustos personales.

Así debería ser, a pesar que se nos agregue más trabajo. Por lo menos, cuando lleguen a los quince años, sabrán cocinarse sin necesidad de abrir latas o recurrir a los congelados; sabrán descongelar un freezer, limpiar un baño, lavar su ropa (alguna con las dos manitos que sus papás y la genética les dimos,y otras en la lavadora), doblar ropa en sus placares, coserse dobladillos de pantalones o botones de camisas,etc...

Mientras escribo esto pienso en que no existen más de dos caminos. O hacemos nosotras las cosas y no nos quejamos, o educamos a nuestros hijos desde la cuna, tratando de deshacernos de recuerdos y traumas infantiles propios.

Porque, lo peor de todo, lo que he comprobado a través de experiencias de hijos de amigos que se han "independizado", es que lo que jamás hicieron en casa de sus padres, terminan haciéndolo en sus casas.

Como siempre, Alicia, tus posts no son tan "inocentes" como parecen a primera vista!

Un saludo

pieldivina dijo...

Me solidarizo con los que odian descongelar, poner la lavadora y cocinar. ¿Para cuándo las pastillas que toman los astronautas para alimentarse? ¿Cuándo las casas podrán estar excentas de las dichosas cocinas y poder utilizar ese espacio para algo más interesante, como llenarlo de cojines para haraganear a gusto?
Y que conste que soy mujer y no precisamente una adolescente.

beren dijo...

Bueno, hacía tiempo que no me reía tanto... gracias por dotar de humor las incompetencias cotidianas