Hacía varios veranos que no iba al pueblo de mi padre. Bueno, antes (muy antes) íbamos con frecuencia. Vacaciones de Semana Santa, navideñas, algún puente largo … Cambiar la residencia a orillas mediterráneas acabó con aquellos peregrinajes y últimamente también con los veraneos.
Los viajes, cuando todavía vivía en Madrid, eran auténticas aventuras, aunque la distancia es sólo de 300 kilómetros. Para empezar la autopista –ahora autovía- concluía en Adanero y a partir de ahí carretera nacional en perpetuas obras hasta Medina de Ríoseco donde cogíamos comarcales infames hasta nuestro destino. El ruego común era que el 600 no se averiase porque sólo circulaba por allí ocasionalmente algún que otro tractor y algún que otro automóvil. Podíamos pasar días allí abandonados en medio de ninguna parte.
Los viajes incluían una parada reparadora en Medina de Ríoseco donde mi madre siempre compraba unos pastelillos en una confitería. Los coquitos, pastas hechas de coco rallado, caían inexorablemente en el trayecto.
Dependiendo de la época del año el paisaje era distinto. Resultaba precioso en primavera, con todos los campos de cereal verde ocupando todo el horizonte. En verano ese mar se volvía paja. Ahora apenas queda alguna parcela de trigo. Permanecen baldías y unas pocas plantadas de girasol.
Antes casi todo era secano. Salvo en las cercanías del río –donde se cultivaban huertas, frutales y remolacha- todo era cereal y leguminosa. Ahora solo se ve maiz que en mi infancia y juventud era cultivo propio del norte.
Recuerdo las bulliciosas llegadas veraniegas, cuando a lo largo de julio iban llegando los veraneantes, hijos de emigrados a las ciudades. Allí nos aparcaban los padres durante un par de meses al cuidado de los parientes. Nos veíamos de año en año y enseguida planeábamos los baños en el río, las salidas a pescar cangrejos o que día nos tocaría la suerte de llevar las vacas al valle.
Porque entonces, antes de la PAC, había ovejas y vacas. Y en cada casa el establo estaba ocupado por una pareja de mulas o de yeguas. Cuando se generalizó la mecanización rural desaparecieron.
Y con las ovejas había poderosos mastines y perros ovejeros duchos en conducir el ganado.
Sacar las vacas al valle era toda una aventura. Todo el ganado del pueblo salía a pastar al cuidado de dos miembros del vecindario. Los veraneantes nos apuntábamos siempre que nos dejaban. Íbamos bien provistos de merienda y botijo y volvíamos a la caída de la tarde. Algunos se entretenían llevando rateles para pescar cangrejos en los regatos y riachuelos. Hasta que el cangrejo americano acabó con ellos.
Los baños en el río eran estupendos. Íbamos hasta una zona a la que llamábamos el puerto –ignoro el motivo, ya que nunca atracó allí ni un mal bote hinchable- en el que un parapeto de cemento encauzaba las aguas. Allí, en el parapeto, extendíamos las toallas. El rito era siempre el mismo. El valiente, provisto de unas zapatillas viejas para no mancarse los pies con los cantos del lecho, se metía en el agua y nos decía: “Está buenísima”. Y allá que nos tirábamos todos, hecho al que sucedía un alarido porque el agua estaba fría.
Pero enseguida entrábamos en calor con ahogadillas, salpicaduras, alguna brazada que otra … hasta que el gamberro de turno gritaba: “¡Una culebra!” y las chicas salíamos como alma que lleva el diablo.
Luego procedían las expediciones a buscar moras y volvíamos con la cara llena de churretes oscuros, cuando no la ropa para desesperación de las madres, tías o abuelas.
La ropa se lavaba en la poza comunal. El agua venía de un pozo artesiano que llenaba una especie de estanque de cemento con tablas estriadas para restregar la ropa. Las mayores nos daban un trozo de jabón hecho en casa con sosa y sebo y nos encomendaban la ropa pequeña mientras ellas se enfrentaban a las sábanas.
Se frotaba con jabón, se restregaba en la tabla y con los puños para acabar con las manchas rebeldes. Luego se aclaraba y se tendía la ropa en el prado al sol.
A la noche nos metíamos en las cuadras para asistir al ordeño de las vacas, al igual que por las mañanas recorríamos el gallinero recogiendo huevos y metiéndolos en una cesta o dábamos de comer a los gochos berzas, sobras de la comida, peladuras de patata y pienso.
Tras la cena estábamos tan rendidos que caímos en la cama sin chistar. No había tele y cuando la hubo la señal se recibía con tantas interferencias que pasábamos de ella.
Los días previos a la fiesta del pueblo eran una fiesta en sí mismos. En todas las casas se preparaban dulces y había un recorrido por el horno de todos los parientes y amigos “para ayudar”. En grandes lebrillos se amasaba harina, huevos, azúcar, ralladura de limón y otros ingredientes que daban lugar a madalenas, amarguillos, sequillos y cualquier otra obra de dulcería. Una vez llenos los moldes, los lebrillos eran meticulosamente despojados de todo rastro de masa por diligentes dedos infantiles.
Ahora ya no se ven chiquitos bulliciosos por las calles haciendo trastadas. No hay vacas ni ovejas. En cada casa hay lavadora y la poza, entonces mentidero público donde se comentaban las novedades del pueblo (un ternero nacido, quien noviea con quien, las noticias de los ausentes, las nuevas de los parientes que viven en otro pueblo) está en desuso, tanto como la escuela desde que a la concentración parcelaria le siguió la concentración escolar.
La foto es, evidentemente, del río un tributario del Esla.
14 comentarios:
Según el DRAE, nostalgia es "Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida".
Muchas veces siento también tristeza por costumbres de otras épocas que han desaparecido, habiendo sido sustiuídas por otras deplorables, o, peor aún, por nada.
En el interior de mi país también han desaparecido costumbres maravillosas, y, en Montevideo, este fenómeno se ha producido en los barrios, donde la gente actualmente casi no se conoce ni comparte una conversación en el mercado.
Dicen que no se puede vivir del recuerdo, menos aún de la nostalgia, pero, cada tanto, me invade una nostalgia feroz por formas de vida que ya no existen y que me hicieron profundamente feliz.
Un saludo
También recuerdo el río como algo muy real y muy mágico a la vez. Me alegra mucho tu vuelta, porque echaba de menos la manera de contar las cosas que tienes, que le contagia a uno de tantas cosas buenas. Un saludo.
Efectivamente, como Laura dice a mí también me invade de vez en cuando una nostalgia feroz por las formas de vida que antes tuvimos y con las que fuí muy feliz. Tu comentario es tan parecido a mis vivencias que parece que ha sido escrito por mí, me identifico con tantas cosas (los cangrejos que aparecieron y acabaron con todo, la recogida de moras, el mentidero donde se lavaba la ropa, recoger los huevos (aún recuerdo la cesta), los del ordeño no llegue a controlarlo muy bien...) Me parece estupendo poder revivir con vds. estos momentos que tuvimos de pequeños. Se feliz. Chao.
Muchas veces me pregunto cuuales serán los recuerdos de niñez de nuestros hijos cunado sean mayores. Nuestros recuerdos están tan llenos de perfumes y colores, griteríos al aire libre y cielos libres. Nuestros hijos son "hijos de apartamento", amigos de la tecnología y el encierro. Extraño aquello por ellos y siento la pérdida más en ellos que en mí.
Pues sí Devisita, tienes toda la razón. Nuestros hijos no saben lo que es llevar las rodillas llenas de raspones y mataduras porque nosotros, los padres, nos llevábamos las manos a la cabeza si corrían, saltaban o hacían cualquier actividad que entrañara el más leve riesgo de un simple arañazo. La mercromina se gastaba a frasco por semana y no pasaba nada.
Son una especie de agorafóbicos que temen los espacios abiertos como amenazas.
Sólo como contrapunto al tono meláncolico que ha inundado los comentarios. Y sin ánimo de ofender, claro.
Yo también recuerdo, vagamente, algunas de estas cosas.
Yo también jugué en la calle, que es donde los niños aprenden a ser crueles con los demás, una enseñanza inestimable sea cual sea el tiempo que nos toca vivir.
Y también, a veces, no acabo de creerme que este país haya cambiado tanto en tan poco tiempo.
Pero ahora las ciudades y la policía son de colores y antes eran grises.
Pero ahora nadie aparece como blanco de las críticas en esos lavaderos tan bucólicos por quedarse soltero o no ir a misa.
Pero ahora no tenemos que lamentar que nuestros padres se perdieran la juventud criando cerdos o trabajando en ventas perdidas por un sueldo miserable.
Antes y ahora. Es lo que tiene.
Un saludo,
Xavie
Y YO os pregunto a todos a pesar de los pesares ¿fuimos felices?, cuando algo se recuerda con nostalgia es síntoma de buenos e importantes momentos que nos marcaron. Devisita tiene razón, son nuestros hijos son amigos de las nuevas tecnologías, nuestros hijos disfrutaran a su manera, pero seguro que no como lo hicimos nosotros, (la aventura es la aventura). Deberíamos recurperar un poco de todo aquello. Saludos a todos.
Xavie que el entorno social, político y económico fuera una mierda no hace que la sociedad que hayamos creado para nuestros hijos sea un paraíso.
Ahora no entenderíamos vivir sin lavadora automática, pongo por caso, pero entonces como no existían, pues no se echaban en falta.
Mi infancia no fue perfecta, ni muchísimo menos, pero estoy segura que fué mucho más creativa, feliz y divertida que la de mis hijas. No estaba obsesionada por las posesiones y se jugaba con cualquier cosa. Ahora no juegan con nada aun cuando disponen de cientos de juguetes.
Y de eso, lamento reconocerlo, somos culpables los padres.
Alicia,
Yo no pongo en duda lo que dices. También yo jugué en la calle en una ciudad de provincias y disfruté de esos veranos sin normas, salvajes y eternos.
Tampoco defiendo que la sociedad que tenemos ahora sea perfecta, ni mucho menos. Creo que estaremos de acuerdo en que, hoy en día, todo gira alrededor del dinero. Con todo lo que eso conlleva.
Yo lo que pretendía decir es que los padres siempre piensan cosas parecidas de la generación de sus hijos. Siempre. Siempre achacan a la generación joven la pérdida de valores, los comportamientos desordenados, la pereza, la inconstancia, etc.
Siempre piensan que su infancia fue, de alguna manera, más auténtica.
Es algo viejo como el mundo. Sólo pretendía decir eso.
Un saludo,
Xavie
Que Juanramonjimeneziano post!
Sí, también mis padres, que fueron muy pobres de niños, siempre hablaron de su infancia con mucho amor y nostalgia, de los días en que para ir a la escuela tenían que caminar media hora o más por la nieve con los zapatos rotos.
Pero no puedo dejar de sorprenderme cuando hoy, en mi casa, cuatro preadolescentes no se animen a pasar la noche en una carpa dentro del fondo cercado de su propia casa, por miedo a los ruidos, los insectos, los conejos y las estrellas. Como dices, Alicia, esto tiene que ser exclusiva culpa de nosotros, los padres.
¡Qué texto tan hermoso, Alicia! Mis veranos no eran iguales pero me han venido a la cabeza teñidos de la misma nostalgia.
Ande, que se quejara de sus veranos actuales, perillán.
:)
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