martes, julio 05, 2005

La verdadera historia de la Nostromo


Despertaba. Era una sensación en la piel, notaba el movimiento del aire que alguien, al pasar, desplazaba. No veía ni oía nada. Intenté mover un pié. Ignoro si lo conseguí. Era incapaz de saber qué me pasaba.

Era inconsciente del tiempo. ¿Cuánto estuve así, en vela, pero sin tener la seguridad de las horas que pasaban? Empecé a tener sensaciones. Primero rumores, luego ruidos y, finalmente, palabras. La oscuridad dejó paso a sombras y siluetas para, finalmente, percibir formas y colores.

La garganta seguía negándose a articular palabras, solo gruñidos. Brazos y pies seguían muertos. Notaba, eso sí, movimientos involuntarios que no controlaba, movimientos mecánicos que se repetían con una regularidad de metrónomo.

Fui recuperándome. Empecé a ver figuras a mi alrededor. Oí como expresaban su confianza en que pronto podrían desvelar uno de los misterios que durante décadas había preocupado a la Compañía.

Francamente, no tenía ganas de recordar aquello, pero la inmovilidad no me daba muchas oportunidades de distraerme, así que los recuerdos volvieron.

Me trajeron un foniatra. Durante semanas nos esforzamos ambos en recuperar el uso de la voz. Los sonidos inarticulados se volvieron inteligibles y llegó el momento de someterme a interrogatorio.

Me dijeron que había dormido durante 41 años. No quería imaginar el estado de deterioro que había alcanzado. 41 años durmiendo, más de la mitad de la vida. Cuando me provoqué la animación suspendida solo tenía 32. Ya sé que dicen que se retarda el envejecimiento … pero me había perdido 41 años de mi vida.
Odiaba a la Compañía, la hacía responsable.

En el interrogatorio me hicieron preguntas. Aquello me agobiaba, así que pedí que me dejaran contar –en la medida que recordara- lo que había vivido en aquel carguero. Luego que hicieran lo que les diera la gana. Si me encontraban culpable, ya había pagado con creces la condena.

La compañía me había asignado a la “Nostromo XIV” lo que ya era un mal augurio: , se pongan como se pongan, era la XIII. Como si saltarse un número la convirtiera en la decimocuarta.

La catástrofe empezó cuando, en el viaje de vuelta, despertamos del estado de animación suspendida. El sistema alertaba de la presencia de intrusos. Pensamos que era un polizón. La vida en las colonias es dura, pero los contratos obligan a cumplir un tiempo. Cobran mucho, pero no es una vida agradable, desde luego. No puedes estar al aire libre, no hay diversiones, no puedes tener mascotas ...

La diversión se reduce a ver las proyecciones que haya traído la última nave en aterrizar: películas con más de dos años de antigüedad; videonoticias o ciberlibros.

Se conocían casos de prófugos. Obreros que se introducían como polizones en las naves de carga para escapar de los planetas, pero antes o después eran descubiertos. Con el tiempo, además, se perfeccionó el sistema de control y si alguno quería esconderse en la bodega o cualquier dependencia de la nave, recibía una descarga eléctrica de alto voltaje.

Esa vez parecía que un intruso había eludido todas las medidas. Buscamos en todos los rincones sin encontrar nada. Kane, el ingeniero, después de dos días de búsqueda empezó a sentirse mal. Debía ser una pequeña herida que se le infectó en una mano. Presentaba dos puntazos profundos. Él decía que se había arañado. Le subió la fiebre. Ash, el sanitario, no sabía qué le pasaba. Pero Kane empeoraba a pesar de los antibióticos y los antitérmicos. Al tercer día desapareció.

La siguiente víctima fue Lambert, la técnica de comunicaciones. Unos días más tarde de la desaparición de Kane llegó al puente hecha un asco. Despeinada, sucia y llena de arañazos y mordiscos. Dijo que había sido el ingeniero desaparecido.

Emprendimos la búsqueda de alguien a quien conocíamos bien. Y lo encontrarmos. Bueno, lo encontró Missi, mi gato. Muerto. Kane se había colgado en uno de los retretes químicos.

La cuestión es que la alarma de intrusos permanecía activa. Así que continuamos la búsqueda del polizón. Cuando nos reuniamos a comer surgían historias de miedo, de posibles entes extraterrestres, de monstruos ... y todos reíamos.

Es curioso. En los últimos 200 años uno de los géneros de más éxito, tanto en cine como en literatura, fue la ciencia ficción y la posibilidad de encontrar vida inteligente en otros planetas. Vida hostil, encima, que generaba guerras salvajes que hacían peligrar la vida en la Tierra.

Hasta el momento –y ya no quedan muchas esperanzas- no se ha encontrado vida de ningún tipo en los cientos de planetas, satélites y asteroides que hemos conquistado. Ni una bacteria.
Es una ventaja, desde luego. Así podemos explotar los recursos mineros con total tranquilidad. Nadie se queja de que destrocemos el paisaje o exterminemos población nativa, sea animal, vegetal o racional. No hay oenegés que hagan campaña contra este tipo de comercio

Dallas, el comandante de la nave, sostenía que Kean se había vuelto loco. Que algo le había afectado. Era su quinto viaje y quizás los largos periodos de letargo le habían provocado algún tipo de alteración neurológica.

Lambert empezó a quejarse de la garganta. Aseguraba que tenía anginas, que le dolía mucho. Se puso agresiva. Robó la dosis de agua de los otros cinco, pero no se la bebió. Después de abrir los botes la tiró al suelo.

Nos cabreamos. Mucho. El agua es algo serio.

Lambert estaba tan furiosa que atacó a Brett con un cuchillo. Le degolló delante de todos y huyó. Ahí es cuando nos dimos cuenta de que estábamos en peligro. Una psicópata estaba suelta por la nave.

Esta vez, para registrar la nave, cogimos armas. No eran armas de fuego, por supuesto. A pesar del blindaje del “Nostromo” no se podían permitir que una bala perdida causara estragos en el fuselaje y si llegaba a atravesar el casco ... todo se había terminado, por supuesto. Llevabamos porras eléctricas y lanzaderas paralizantes.

Fue Dallas quien la encontró escondida en el compartimento de los trajes de exterior mientras intentaba meterse en uno de ellos. Creimos que intentaba huir en la lanzadera de rescate. Dallas, que tenía formación militar, consiguió inmovilizarla con la porra eléctrica. La dejamos encerrada en la enfermería y atada a una camilla.

Su amigo Parker pidió cuidarla. Un día le intentaba dar de comer y ella se lo escupía a la cara. El procuraba calmarla. Cantaba, le daba masajes ... pero Lambert estaba cada vez más irritable ... y le subía la fiebre. Empezó a quejarse de la luz, que le hacía daño, decía. Casi no se la oía, estaba ronca de tanto gritar. Parker se inclinó para poder escuchar lo que decía y ella le arrancó la oreja de un mordisco.

Ash, que vigilaba, entró con una lanzadera paralizante. Puso la máxima potencia y la dejó inconsciente. Poco podía hacer por Parker. Le había arrancado la oreja, pero también media cara. Se desangraba por la carótida.

Los supervivientes discutimos qué podíamos hacer. Ash se mostraba partidario de ejecutar a Lambert. Era la responsable de dos muertes. Dallas decía que tenían que conservarla con vida por varias razones: una que si llegaba muerta nadie iba a creernos y otra que había que saber qué enfermedad la había atacado. Yo abogué por lanzarla al espacio.

No era nada personal. Algunos sistemas de la nave empezaban a fallar. Debíamos concentrar nuestros esfuerzos en resolver en dejar la Nostromo y la carga de mineral a salvo.

Nadie sabe cómo, pero Lambert consiguió liberarse de las ataduras que la mantenían presa en la camilla.

Fue terrible. Oíamos ruidos extraños por todos los pasillos. Vimos sombras que huían por los rincones ... nos volvimos paranoicos. Tanto que Ash me atacó creyendo que era Lambert. Pensé que Ash se había vuelto loco y le rompí el cuello de una patada.

Corrí a contárselo a Dallas, pero lo que me encontré fue con dos cadáveres: él y Lambert.

Los ruidos continuaban en la nave, como si las tripas del “Nostromo” estuvieran descompuestas. ¿Qué demonios hacía allí, en un trasto inmenso lleno de cadáveres y de mineral? Los instrumentos de navegación habían dejado de responder e incluso el mínimo de supervivencia estaba comprometido.

Decidí largarme en la lanzadera de salvamento. De camino al hangar de la pequeña nave encontré un manojo de pelos destrozado. Era Missi. Alguien lo había devorado.

Los ruidos eran cada vez más inquietantes. Era como un correteo furtivo. Y entonces ví al intruso.

Me encerré en el puente de mando y activé el mecanismo de autodestrucción de la “Nostromo”. Aquella nave no podía llegar a la Tierra. A duras penas alcancé la lanzadera. Me puso el traje de exterior y abandoné el carguero. Poco después explotaba.

Cuando la onda expansiva pasó, me abroché el cinturón de seguridad y abrí la compuerta. El vacio engulló todo lo que no estaba atornillado. Fueron solo 5 segundos, pero era suficiente.

Luego me dispuse a dormir. No sabía que lo haría durante más de 40 años. Sólo me hacía una pregunta: ¿Cómo pudimos ser tan ciegos? ¿Por qué ignoramos las señales?

No era fácil interpretarlos. La rabia había sido erradicada hacía por lo menos un siglo. Nunca supe como había regresado. Pero lo que sí estaba claro es que aquella manada de ratas tenía la rabia. ¿Y qué nave mercante no tiene ratas?

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