lunes, julio 04, 2005

Regreso al futuro, digo, a Bolonia


Aquel viaje empezaba con nefastos augurios. La Pandilla más Torpe de la Galaxia se aprestaba a una nueva aventura en, nada menos, que Bolonia, la plaza donde dieron comienzo sus avatares un año ha.

En esta ocasión viajaban separados. La avanzadilla la constituía Maitena y Daniel. El martes, horas antes de que iniciara su viaje, Elena recibió el siguiente mensaje en el móvil: "Hotel supercutre".

Si ese era el calificativo, teniendo la referencia del año anterior, era para echarse a temblar. Aquel hotel que lucía cuatro esplendorosas estrellas, situado en medio de un polígono industrial, a su vez situado en ninguna parte, en el que los calcetines sucios surgían del armario y los huéspedes de aspecto árabe intentaban colarse en tu habitación (cuya puerta se abría con la llave de cualquier otra habitación) ... pues apañados estábamos.

Se levantó a las 4:30 de la mañana para estar en el aeropuerto a las 6, hora límite de embarque. Tras hora y media de vuelo en primera clase –la agencia esta vez se había equivocado para bien- aterrizó en Malpensa. Cambió de terminal para tomar el enlace a Bolonia y a las 11:30 –tras una carrera suicida en taxi- estaba en el lugar de destino.

Se había abrigado para la ocasión, dado que la tarde anterior las noticias meteorológicas hablaban de frío y desapacible. 27 grados con suéter y chaqueta de entretiempo. Tocaba sudar, a pesar de despojarse de la chaqueta.

Tras varias horas de reuniones terriblemente aburridas –cuánto costaba reprimir los bostezos- llegaba el asueto. Habían alquilado una furgoneta enorme y cómoda, pero inapropiada para circular por las estrechísimas calles del casco viejo de Bolonia, atestadas de ciclistas y motoristas.
Tras muchas vueltas y revueltas encontraron un aparcamiento al módico precio de 4 euros la hora. De allí en taxi –ni idea de dónde se encontraban, las calles eran todas estrechas, las fachadas color siena y las contraventanas verdes- hasta las torres gemelas.

Entraron en Tamburini, un comercio de quesos, embutidos y pasta fresca de lo más acreditado. Los paquetes de comida fueron envueltos como si de regalos se tratara. Hubo quien compró cojones de mulo (que ya hay que tener ganas, a los mulos los cojones no les sirven para nada), parmesano (faltaría más), bresaola y, por supuesto, mozzarella de buffala.

De ahí se aposentaron en la Plaza de San Pancracio a tomar un macciatto. ¡Qué buena tarde hacía! Aprovecharon para dar un vistazo a los escaparates y, si se terciaba, comprar algo.

Maitena se dirigió a su zapatería favorita, Daniel a mercarse una camisa y Elena había visto una sombrerería. Tenían Stetson realmente preciosos. Solo había un problema, la tienda había cerrado.

Todavía vieron algunos escaparates. Los de calzado para hombre lucían los nuevos modelos. Ya no eran zapatos de punta cuadrada y color del cuero natural, eran de punta imposible y colores oscuros, polvorientos.

-¿Ves? Esto se lo pone un italiano y dicen vaya estilazo.
-Y si te lo pones tú, Daniel te llaman Farruquito.
-Elena, el día que te muerdas la lengua te tendré que llevar a urgencias

Se aprecian muchísimo.

Llamaron de nuevo a un taxi para regresar al aparcamiento. El taxista les condujo hasta la salida de la autostrada camino de ... Lido di Savio ¿Dónde demonios quedaba aquello?

Elena dormitaba en el asiento trasero. Hora y media más tarde, por fin, llegaban al pueblo del Adriático donde se alojaban. Torremolinos años 70. Un horror de hotel. Solo faltaba la madre de Norman Bates tras el minúsculo mostrador de recepción.

Cargó la maleta en un ascensor traqueteante que había conocido –décadas atrás- sus mejores momentos. Su habitación estaba en la quinta planta, pero el ascensor solo llegaba hasta el cuarto piso.

Eso sí, la habitación era grande. Fría, pero grande. Buscó la roseta del teléfono para conectar el portátil. No había. El cable del teléfono salía directamente de la pared.

Entró en el baño, la puerta tropezaba con el inodoro. Una mampara de plástico que encajaba mal cerraba la ducha. No había ni gel, ni cepillo de dientes .... solo unas toallas limpias, eso sí, pero raídas.

Miró el techo. El blanco de la pintura presentaba distintos tonos. Todo era terriblemente decrépito. Una repisa de bricolage sostenía en equilibrio inestable una televisión de tamaño minúsculo. A dormir.

Se despertó a las 7 de la mañana. Subió la persiana y vió que tenía una hermosa terraza que daba sobre el mar. El sol pálido del amanecer hacia que la superficie del agua tuviera un aspecto acerado y sereno.

La playa deshabitada desprendía una insólita tristeza. Las terrazas que en verano debían estar abarrotadas de familias bullangueras ahora aparecían como decorados de cine abandonados. Un hombre jugaba con un perro en la orilla, tirándole un palo tras el cual corría.

No era una habitación que invitara a quedarse en ella. Se duchó (el agua tibia tardó una eternidad en salir), se lavó los dientes, hizo el equipaje y se dirigió al comedor a esperar al resto de la pandilla para desayunar.

El bufet del desayuno era tan poco apetitoso –café de máquina, mantequilla y mermelada en tarrinas de plástico y rebanadas de pan- que prefirió no hacer uso.

Un rato más tarde estaban inmersos en un gigantesco atasco en la autopista.

No hay comentarios: