martes, julio 05, 2005

En los dominios de Su Graciosa Majestad


A las 6:30 de la mañana (a.m. según la terminología americana), nuestros héroes se aprestaban a volar rumbo a Londres.

- ¡Bien! –dijo Maiterna cuando se enteró, mientras Elena reprimía un saltito de euforia y Daniel las miraba complacido por el efecto que había causado el anuncio.

-Jo, Londres –pensaba Elena- mi primer viaje a Londres …

Así que subieron al avión armados de sus respectivas guías de viaje. Estaban tan nerviosos que apenas habían dormido.

-¿Y si no oigo el despertador?, se había preguntado Maitena la noche anterior.

Miraron los periódicos y cuando se dieron cuenta desembarcaban en Barajas. Como había facturado el equipaje en Manises directamente hasta Heathrow tenían tiempo para desayunar. Desde la terminal 3 fueron andando. Rechazaron el autobús interior que les ahorraría el paseo a pie, pero ¡qué demonios! Tenían tiempo.

Delante de sendas tazas de café planearon el día.

Llegamos, nos registramos en el hotel y nos vamos a callejear por Notting Hill, propuso Maitena.
Mira, Notting Hill queda cerca de Maida Vale –apuntó Elena- luego rodeamos Paddington y llegamos a los canales.

Las dos bobas no parecían darse cuenta de que las distancias en el plano eran a escala.

En el vuelo a Londres les tocó exactamente la última fila. Estaba bien, justo al lado de los retretes, así que si surgía alguna urgencia no tendrían que atravesar todo el estrecho pasillo, enfrentándose a carritos y otros impedimientos.

Surgió, la emergencia. Maitena se dirigió a uno de los cubículos que aparecían libres y volvió inmediatamente ruborizada. Un negro que al parecer no sabía hacer uso del pestillo o que esperaba una oportunidad así, aguardaba dentro. Mira que se rieron cuando aquel hombre, grande como un armario, regresó al asiento.

- Maitena, ¿es verdad lo que dicen?

La otra ventaja de su situación era que estaban delante de lo que se podría definir como el living room de la azafatas. Dado que las líneas aéreas, para reducir costes, habían eliminado casi todos los servicios, las aeromozas no tenían nada que hacer durante las dos horas de viaje, al margen de atender alguna llamada o dar instrucciones durante el despegue o el aterrizaje.

Durante todo el trayecto no pararon de hablar de temas de palpitante actualidad: quién se había hecho una liposucción; dónde cenar aquella noche; planes para el fin de semana … Muy ilustrativo.

Tomaron tierra y pasaron sin dificultad el control de pasaportes, para dirigirse a recoger el equipaje. Tardaba. Por fin salió la maleta de Daniel, pero las otras dos se resistían. Ningún problema, muchos más pasajeros estaban en su misma situación. Apareció la de Maitena. La gente alrededor de la cinta iba desapareciendo y la maleta de Elena se resistía. Hizo tiempo en el corralito de fumadores. Por fin vió como la cinta vomitaba el equipaje.

Ea, ahora al tren ¡13 libras!, qué escándalo. Eso sí, el viaje fue rápido, 15 minutos.

Una vez en el andén, Elena sacó el asa de la maleta y … fiussssss, todo el mecanismo salió volando. Vaya, si apenas la había usado, en fin, tendría que llevarla en la mano, nada de rodar.
Taxi y al hotel, que estaba cerca, de forma que no sufrieron ningún atasco. El hotel no tenía mala pinta. Al norte de Hyde Park cerca de dos estaciones de Central Line. Estupendo, estaban cerca de todo. Se plantaron en el mostrador de recepción, sacaron su bono de hotel y vieron como los empleados sonreían cómplices entre ellos. Claudio, proclamaba la placa que llevaba uno de los recepcionistas. En un perfecto español de Argentina les informó que:

-Hay un problema. Su reserva es para los días 24 y 25.

Los tres notaron como la sangre les bajaba a los pies.

-Pero, ¿se puede solucionar?
-El hotel está lleno hoy y mañana, informó Claudio.

Desde el móvil hablaron con la agencia de viajes:

-Tina, ¿cómo te has podido equivocar con las reservas?

Tina se sacudió la responsabilidad y acusó a la central de Madrid, ni siquiera admitió su error al no comprobar las fechas. Eso sí, se empleó a fondo hablando con la dirección del hotel y consiguió hacer un apaño.

Mientras se sucedían las conversaciones, los tres miraban hacia el parque, confiando en que aquella noche quedara algún banco libre donde acomodarse. Pues sí que empezaba bien el viaje.
Tras un rato de negociaciones, les ofrecieron una habitación sencilla y una doble. Aceptaron. El recepcionista se comprometió a guardarles otra habitación si se producía alguna anulación.

Subieron a dejar el equipaje.

Elena miró el número de la habitación.

-Maitena, ¿tú que lees?
- 138.
-Yo también.

Delante de la puerta de la habitación 138 –después de subir escaleras y recorrer pasillos estrechos llenos de vericueto- dejaron caer el equipaje. Elena pasó dos veces la llave magnética. Nada, aquello solo arrancaba una luz roja.

-Quita, déjame a mí.

Maitena lo intentó de cuatro formas posibles. Inútil. Sacudía furiosa el picaporte, pero la puerta seguía cerrada.

-Espera, igual no han activado la tarjeta.

Elena se dirigió a recepción y por el camino alcanzó a Daniel.
-¿Tú que lees aquí?
- 108, el bolígrafo no ha terminado de marcar el 0.
-Ja ja ja. Espero que no hubiera nadie en la 138, porque le habríamos acojonado intentando entrar por las bravas en la habitación.

Ya en el cuarto correcto, se asearon rápidamente y se lanzaron a las calles pertrechados tras los planos y las guías de viajero. Caminaron hasta Notting Hill y recorrieron sus calles. Maitena iba reconociendo los rincones que aparecían en la dichosa película de la estomagante Julia Roberts.
Consultaron el plano y eligieron el camino para llegar a Maida Vale. Tuvieron que rodear Paddington, ya que una de las calles estaba cortada e impedía el acceso a los canales. Elena empezaba a arrepentirse de haberse calzado las botas de tacón. Encima el pavimento era irregular.

Atravesaron el primer puente de los canales y fueron andando por la orilla del canal hasta Little Venice. Cuanta paz en medio de Londres. Los barcos-restaurante se alineaban en la orilla y los sauces mojaban sus ramas en las serenas aguas. Pasearon entre casas que se asomaban a los canales, vieron parcelas de césped donde niños y perros jugaban y, finalmente, optaron por la ruta turística: a Trafalgar.

Cogieron un autobús y, por supuesto, subieron al piso de arriba, arriesgando su integridad física por los frenazos y volantazos del conductor. Oxford Street era un atasco monumental. Toda la calle aparecía atestada de autobuses rojos que no se movían una pulgada.

Llegaron, a trancas y barrancas, a Picadilly y poco después desembarcaban al lado de la columna de Nelson. Los turistas se subían, sin ningún respeto, a los leones de bronce, haciendo caso omiso a su fiera postura. Delante de las escaleras que conducen a la National Gallery un equipo de cine rodaba una película. El caos habitual de focos, pantallas, cables y mesas de catering. Los viandantes miraban curiosos mientras los extras permanecían quietos en la escalinata. Y desde allí, ¡vaya! la imagen por excelencia. El Big Ben.

Caminaron hacia el río viendo estatuas de militares famosos. ¿Cuándo dejaron los policía británicos de ir desarmados? Dos agentes empuñaban unas escalofriantes metralletas, mientras los helicópteros se mantenían suspendidos en el cielo. Cruzaron el puente de Whitehall, observaron la impresionante noria y decidieron andar por la orilla sur hasta la Tate. Los pies se resentían, pero había que llegar a la Tate antes de que cerrara. Llegaron justo cuando la verja metálica bajaba sobre la puerta principal. Atravesaron de nuevo el Támesis, cuajado de gabarras que a toda velocidad surcaban las aguas arrastrando contenedores, esta vez por el puente de acero peatonal, hasta San Pablo. Allí cogieron el metro para ir a cenar a Whitechapel, donde les habían recomendado un restaurante indio

En la calle cientos de puestos se desmontaban al final del día. Plano en ristre buscaban la calle donde estaba el restaurante. Los pies se quejaban ya de forma escandalosa. Un cuarto de hora más tarde, justo enfrente de otra boca de metro, aparecía la calle buscada. Elena no pudo reprimir un gesto de enfado hacia Daniel, quien se ofreció a buscar el restaurante mientras las mujeres se metían en un pub. Pidieron dos medias pintas y esperaron el regreso de Daniel, quien les informó a su vuelta que el restaurante no estaba mal, pero un poco lejos y, total, toda la calle estaba jalonada de locales similares. Así que entraron en el primero que vieron. Un local amplio y no demasiado hortera. Leyeron atentamente la carta sin entender demasiado.

Les pusieron delante unos tarritos llenos de sustancias desconocidas. El camarero, rápidamente, les informó de lo "hot" que era cada contenido. Elena no prestó demasiada atención. Puso una cucharada de un mejunje en un trozo de pan de pita y lo engulló. Notó como de forma inmediata los labios doblaban su volumen, la lengua se anestesió y dos lagrimones corrían mejillas abajo.
A partir de ese momento, daba igual lo que comiera. Maitena no dejó de quejarse durante toda la cena: de las especias, del olor de la comida, de lo picante …

-Maitena, abre un poco la mente y el paladar
-A Maitena solo le gustan los chuletones y la merluza a la vasca
-¡Dejad de meteros conmigo!
-No tienes espíritu aventurero

Terminaron la cena, pagaron y volvieron al metro. Bajaron en Lancaster Gate y de pronto se miraron en la acera ¿Dónde coño estaba el hotel? Daniel se empeñó que a la izquierda, Elena a la derecha. Y se pusiera como se pusiera Daniel, ella no iba a dar un paso más del necesario. Daniel había vuelto a equivocarse en la elección de la estación. Tuvieron que caminar 15 minutos en la dirección que indicó Elena hasta encontrar el hotel. En recepción informaron que no se había producido ninguna anulación. Subieron resignados a las habitaciones.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Aún no has encontrado a Cíclopes o Lestrigones? Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con las palabras que la describen. Asi le habla Marco Polo al emperador de los tártaros en un precioso libro de viajes donde cada ciudad tiene el nombre de una mujer invisible que solo aparece tras el espejo como deleitosa ensoñación : “El espejo acrecienta unas veces el valor de las cosas, otras lo niega” dice Italo Calvino. Isidora, Dorotea, Zaira, Anastasia, Zora, Despina, Zirma, Isaura, Maurilia… Preciosos nombres de ciudad. Bolonia, Londres, Barcelona. Cada ciudad con sus laberintos y sus asperezas, hostil en sus gestos al viajero desorientado y amable en sus negocios. Inaccesibles a su trastienda donde se conservan las esencias y los mitos. Veloces como tornados y encantadoras como sirenas. Elena, Daniel y Maitena son mi viajeros imaginarios de ilusoria apariencia y destino incierto. Como Ulises, siempre regresan a sus Itacas y sus peripecias enriquecen mi espiritu. Calles, hoteles, restaurantes, aeropuertos, son lugares que proyectan nuestra identidad perdida, aquella que buscamos cuando recordamos viajes y conversaciones. Confines de la imaginación cuya realidad solo es un espejismo idealizado. El cielo italiano cierra las ventanas y decora los muros de los monumentos. Imagino a Elena reflejando en sus ojos la serena fascinación de San Petronio, renaciendo en sus relieves. Imagino a Daniel mirando la torre de Guarino y recordando el vigor enhiesto de su juventud atolondrada. Imagino a Maitena en la catedral de San Pablo mesurando el equilibrio de su bondad. Cada uno traza en su ánimo la senda que recorre y la fantasía que recrea. La ciudad los reune y los dispersa. La ciudad desconocida los revela y los proyecta. Cada destino obedece y se define en el hermoso objeto contemplado y de este modo embellece a estos viajeros imaginarios e invisibles.

Alicia Liddell dijo...

De las ciudades invisibles, mi favorita es Fedora,metrópoli de piedra gris, en cuyo centro hay un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. En cada esfera hay una ciudad azul que es el modelo de otra Fedora.