viernes, julio 08, 2005

Feria del Libro

Ir a la Feria del Libro es un ritual que se remonta a cuando era niña. La primera vez que fui, de la mano de mi padre, no tendría más de 9 ó 10 años. Por supuesto, era primavera. Fue un miércoles por la tarde. Lo recuerdo porque los miércoles no teníamos clase por la tarde en el Instituto y era un día que solíamos aprovechar para, entre otras cosas, ir a patinar sobre hielo a la pista que el Real Madrid tenía en la desaparecida Ciudad Deportiva, a apenas 15 minutos a andando desde casa.

Aquel miércoles cogimos el metro en Plaza de Castilla y bajamos en Príncipe de Vergara. No, entonces se llamaba General Mola, qué demonios.

Atravesamos la puerta del Retiro de O’Donnell y caminamos hasta el Paseo de Coches. Entonces no había tantísimas casetas como ahora. No puedo hacer un cálculo exacto, pero serían poco más de un centenar. Los puestos se concentraban en la parte ancha del Paseo, dejando bastante espacio entre las dos filas.

Primero paseamos y miramos las casetas de cada lineal. Mi padre se interesaba por los libros de historia y biografías. Yo curioseaba y más bien no entendía nada, pero miraba las portadas y a veces me atrevía a tomar un volumen entre las manos y darle un vistazo.

Una vez recorrida la feria mi padre me preguntó: "¿Qué quieres que te compre?" Le lleve de la mano hasta la caseta de Editorial Juventud y me entretuve en decidir qué libro me iba a llevar. Me había llamado particularmente la atención un volumen con la cubierta ilustrada. En ella se veía un bote de remos que intentaba no volcar ante monstruosas olas, con las caras de los marineros expresando terror y detrás el tentáculo gigantesco de un pulpo. En grandes letras se leía: "20.000 leguas de viaje submarino".

Había leído ya dos novelas de Julio Verne que tenían mis hermanos: "Un capitán de quince años" y "Los hijos del capitán Grant". Me llevaba a otro capitán entre las manos: Nemo.
Desde aquella primera vez, la visita al Paseo de Coches se convirtió en un hito marcado en el calendario. Esperaba su celebración casi con euforia. Adolescente acudía con mis amigas y compañeras del Instituto (las pluscuamperfectas, nos llamaba el cuadro de profesores, según me enteré tras dejar el centro).

Allí las pluscuamperfectas distribuíamos los libros que íbamos a adquirir, para después prestárnoslos: Baroja, Valle Inclán, Galdós, García Lorca, ... También compramos "El Jarama" o "Tiempo Silencio".

Todavía conservo aquella edición de "Tiempo de Silencio", completamente desencuadernada, con la sobrecubierta de papel rota, ilustrada con la fotografía de un ratón de laboratorio.
Años más tarde me regalaron una edición de tapas duras, pero mi ejemplar deteriorado y manoseado de la novela lo guardo como oro en paño. Durante años era el libro elegido para regalar a las personas que consideraba especiales.

De todos aquellos años recuerdo algunas ediciones. Una vez fui con mi hermana, también por la tarde. Repentinamente se desencadenó una tormenta –ya se sabe que no hay Feria del Libro sin lluvia-. Era una tormenta feroz. Empezó a llover con una fuerza inusitada. A nosotras nos sorprendió mientras mirábamos libros en la caseta de Turner, una de las librerías más bonitas de Madrid, aunque no sé si todavía existe.

Allí nos quedamos, por supuesto, precariamente protegidas por el voladizo del puesto. La gente se agolpaba como podía debajo de aquellas débiles protecciones, mientras el agua formaba una torrentera en medio del paseo de tierra. La lluvia caía con tanta fuerza que formaba burbujas en los charcos, como si el agua hirviera.

A nuestro lado dos chicos con pinta de estudiantes empezaron a hacer bromas en voz alta: "Si ya lo dice mi abuelo, esto de los cohetes de los americanos no puede traer más que desgracias" Y así siguieron durante los 20 minutos o más que duró el chaparrón, mientras que nos partíamos de risa con sus ocurrencias.

Recuerdo también un año en el que alguien tuvo la genialidad de trasladar la Feria del Libro al Pabellón de Cristal de la Casa de Campo. Debieron pensar que era bueno porque así se conjuraba el peligro, más bien la seguridad, de los chubascos feriales. Pero fue un desastre. Ir al Retiro es una cosa, pero ir a la Casa de Campo ... Además, por aquel entonces tampoco existía en aquellos lares el tráfico carnal de estos tiempos.

Como tampoco se había generalizado el aire acondicionado, y estar más de 10 minutos en el Pabellón de Cristal era correr el riesgo de una lipotimia causada por el enorme calor que allí se concentraba y el poderoso olor a sudor rancio.

Nunca más volvió a celebrarse allí la Feria del Libro.

Ahora, cuando se acercan las fechas, planifico el viaje. Hace ya tantos años que no vivo en Madrid que tengo que buscar un fin de semana, de los tres que dura la Feria, para acercarme. Semanas antes empiezo a recopilar títulos susceptibles de ser comprados. Repaso los suplementos culturales de los diarios; busco en internet; recojo sugerencias ...
El pasado domingo busqué las editoriales que me interesaban, las localicé en el plano de las casetas y tracé una ruta.

Me divirtió consultar la información sobre los autores que irán a firmar "ejemplares de sus obras". Ni se me ocurre. Los escritores españoles –salvo una honrosísima excepción- no me gustan. Además, carezco del fetichismo necesario para hacer cola, para comprar un libro que nunca voy a leer, para que me estampen una dedicatoria que ponga a fulanita con cariño ...
Sin embargo sí me gusta observar esas colas de firma. Me asombra, por ejemplo, que decenas y decenas de personas colapsen en angosto paseo para conseguir la firma de ... Boris Izaguirre o de cualquier personaje de esos que se han dado en llamar mediáticos y que para mí no son más que unos inmensos caraduras.

Me asombra el papanatismo de ese público que es capaz de aguantar empujones y pisotones para obtener la firma de Ana Botella, pongo por caso, en un papel que no es un cheque al portador.

Pero también me divierte observar a algunas de esas pájaras que han hecho de la manipulación una suculenta fuente de ingresos poner cara de circunstancias cuando nadie solicita su autógrafo. Fui testigo de la soledad de Marina Castaño, mientras que en la caseta de al lado Antonio Gala –otro fijo- se rompía la muñeca con dedicatorias tópicas.

Este año ya sé que compraré. He descubierto a un francés que me gusta: Pasqal Quignard. Me intriga un joven suicida: Tristán Egolf. Compraré algo de Michael Chabon y de mi admirado Dan Rhodes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Echo de menos el olor de la antigua Casa de Fieras en este evocador relato.

Una Gran Dama que esconde muchas sorpresas...., entre ellas la de la escritura

RedDark

Anónimo dijo...

me gusta cómo está narrado en primera persona, muy cercano. Se ve que sabes mimar.

Alicia Liddell dijo...

Se aconseja a los anónimos contribuyentes que dejen de serlo, porque una no sabe a quien agradecer sus comentarios